Luciana Tani Mellado: El coloquio de las plantas

La poeta y docente Luciana Tani Mellado presenta El coloquio de las plantas (Delta de San Fernando, La Ballesta Magnífica, 2021). Incluimos un texto de la autora escrito para esta ocasión y poemas del libro.

Plantar un libro

Por Luciana Tani Mellado

Adentro de cada flor
crece un secreto diminuto
que vos protegés
y te protege
(De “Farolito japonés”)

Empecé a escribir El coloquio de las plantas en medio del miedo. Comencé a escribir rodeada de soledad y de silencio. Este proyecto nació a las pocas semanas de haberse impuesto el aislamiento social obligatorio por la pandemia de covid-19, cuando la vida social empezaba a dar un giro impensado. Los seres humanos en todo el mundo estábamos encerrados en nuestras casas, separados de toda persona no conviviente, separados de nuestro deseo del contacto y del movimiento, azotados por una enfermedad inédita y de alta mortalidad. A medida que crecía el desconcierto también crecía la constatación de cierta parcialidad del problema. Los medios reproducían el espectáculo de un apocalipsis sanitario incontrolable. Agitaban y despertaban distintas pasiones tristes, tan contagiosas como el propio virus. Pero todo se reducía al centro humano, a su medida, y sobre todo a la forma de sus miedos atávicos.

El susurro de Tánatos comenzó a propagarse más allá de los barbijos. Pero como tantas veces, otras existencias del mundo eran ignoradas, desplazadas del foco, de la preocupación, del asunto. ¿Qué riesgos corrían y corren los animales, las plantas, los cuerpos de agua, el aire y el territorio? ¿Pueden contagiarse, enfermarse y morir? ¿O este virus solo complica la existencia humana? Como sea, el cielo seguía ahí, rosado cuando anunciaba viento, con bandadas de nubes que se condensaban según la humedad. Los perros seguían ahí, en el patio, moviéndose y ladrando según sus costumbres más habituales. Las plantas del jardín y las del interior de casa, también.

El momento previo a que escribir se impusiera como urgencia se nutrió de un mayor e inusual contacto consciente con el paisaje. Bastó con que se restringiera la circulación para que comenzara a ir a caminar con frecuencia a las mesetas cercanas a mi casa. Vi entonces los cerros en distintos momentos del día. Los caminé sin apuro. Me di cuenta de cómo brillan más ciertos insectos cuando el sol se esconde, y cómo el viento se siente más fuerte en ciertas formas que adopta la piedra o la greda. Bastó con que se restringiera el horario de salidas para que volviera a ir a las playas y me quedara mirando las olas, el horizonte, a las gaviotas, quieta, hasta que el sol se retiraba de la escena. La naturaleza seguía como siempre. Y yo estaba conectada con todo eso a lo que no le prestaba habitualmente atención. No estaba aislada. No estaba sola. Y esa presencia crecía no solo afuera de mi hogar sino también adentro. La reconocí en el patio de atrás, donde crece porfiado un duraznero, una parra, un par de pequeños árboles y varias flores y plantas. La reconocí delante de casa, donde verdea un pequeño jardín que sobrevivió a una ampliación y al pasaje de la chapa al ladrillo. Empecé a mirar más las plantas, a prestarles atención, a charlar de ellas y con ellas, a escuchar. Así creció la escritura de El coloquio de las plantas.

Primero escribí pequeños relatos donde lo central era la anécdota, alguna experiencia que viví o escuché y se reactivó por el contexto. Me importaba contar algo y también decirme algo. Después releí los escritos y escuché que pedían pista para una puesta en escena, por más que nunca se representaran en un escenario. Entonces me propuse reescribirlos como monólogos teatrales. Me interesó ver qué diálogos propiciaban como parte de una voz reconocida como artificio. A esa segunda transformación le siguió una tercera y definitiva: la conversión de cada texto en un poema. En ese momento el qué y el cómo se integraron y también se difuminaron en un lenguaje que no solo había cambiado su forma sino también su naturaleza. Creo que recién en esta versión final se hizo claro que las existencias vegetales eran las protagonistas y no el tema ni el pretexto de la escritura. Por otra parte, cada poema es en sí mismo una unidad en la que prevalece un principio constructivo singular, como las plantas que pueden crecer en un mismo terreno, cerca y mezcladas, pero sin renunciar a su propia forma y desarrollo.

El libro que quedó sigue hablando de plantas y personas, entre las que me encuentro; habla también de los distintos modos de existencia que nos rodean y de la soledad; habla de la inteligencia silente y de imágenes que me sostuvieron especialmente en los primeros meses de la pandemia. Pero también habla de otras cosas, y sobre todo con distintos tonos y ritmos. Volví a eso que podríamos llamar dos obsesiones, el cuerpo y el lenguaje. Pero también me dejé sorprender por cuestiones nuevas. Escuché historias de plantas, recuerdos, preferencias, anécdotas. Leí enciclopedias, definiciones, tutoriales sobre el mejor modo de cuidarlas o matarlas. Inventé mucho de lo que escribo y atestigüé mucho de lo que cuento. No me propuse ser la guardiana de ningún significado ni mensaje, así que lo que el libro le diga a quien lo lee será lo justo. Creo que en algunos poemas la significación crece en la oscuridad de las raíces; y en otros se ramifica a la vista nomás. A veces se impone una experiencia, otras una idea o un ritmo; a veces lo importante es el sabor de la fruta, otras veces es el color o el paisaje que evoca.

El nombre del poemario es un vestigio del proceso de escritura. Fue una producción muy charlada en su desarrollo. Conversé con muchas amigas artistas mientras lo escribía. Con Romina Santos, artista visual, que iba creando grabados originales sobre cada planta de la que hablaban los textos que iba enviándole regularmente por whatsapp. Con Mariana Calcumil, actriz, que me compartía por messenger fotografías o mensajes que se relacionaban con las imágenes vegetales de mis primeras versiones. Con Natalia Salvador y Marisa Do Brito Barrote, escritoras que me sugirieron aportes para incorporar la lógica teatral a mis escenas verdes. Con todas y con cada una de ellas el libro interactuó en el devenir de su unidad. Justamente su título rescata el valor del diálogo concreto con y entre otras existencias femeninas, mujeres y plantas.

El poemario está dedicado a las mujeres que siembran juntas. Y a Anahí Lazzaroni y Macky Corbalán, dos queridas amigas que, además de amorosas interlocutoras, supieron compartir, generosas, la poesía como un modo de coexistencia fraterna. En su interior, la presencia de mi mamá y de mi abuela resulta central, y también el ingreso de todo un linaje femenino que trasciende lo biográfico.

Las plantas me enseñaron y me enseñan mucho. Me permitieron escribir un libro a partir de ellas más que sobre ellas. Me recordaron la importancia de la humildad y también de la gratitud, esa de la que hablaba Beatriz Vallejos en relación con la poesía, “la gratitud de existir y el anhelo de que esa luz perdure”. Esto, en tiempos de tanta incertidumbre, es mucho. Para mí es suficiente.


Lavanda

1.

No tengo nada en contra mío
pero le pongo empeño
en derrumbarme
a veces
como la lavanda
sobre su tallo
leñoso
y retorcido.

Rodeo con la mirada
la planta
que en una esquina
del cantero
se yergue
y se derrama
hacia la calle.

Abro la canilla y empiezo el riego.

La tierra quiere conversar:
quien habla no está muerto.

Me contento con entrever
un modo de existencia
aunque me falte
el lenguaje.


2.

Abandono el deseo
de abandonarlo todo.

Armo un ramo de lavanda
y recojo las sobras de cada espiga
toda molida como la fe.

Me gustan las flores apenas cortadas,
cuando su vida existe
lejos del cuidado
y las expectativas de futuro.

Miniaturas violetas,
sus despojos fragantes
se desarman adentro de mi mano.

Las huelo y florece en mí
un recuerdo que se vierte
en cada gota de agua.

La presión del riego es fuerte
como la orina de un potrillo.

Una luz modesta tiembla
entre los árboles.

La lluvia de la manguera golpea
la fragilidad de las flores pequeñas.


3.

Mi abuela guarda en la cartera
un cordón umbilical
y unos mechones
de pelo.

Hojas secas de la vida.

Podría escribir con las plantas
un libro de preguntas.

Para existir necesita
ser nombrado.

Una mujer sin lengua
crece en la corteza
que habla.

El agua orienta al agua,
el aire orienta al aire.

Yo no puedo orientarme
a mí misma.

Corto mi cabeza como una flor.

Quiero restituir un orden.

Riego el silencio de las flores
con palabras.

Amenazo la bondad de la naturaleza.

También tuve lagartijas en mi infancia
pero ellas no me hablaron
ni me dijeron madre.

La lavanda crece mejor
en suelos secos.

Oscurece.

Me animo a silbar
aunque sea de noche.


Farolito japonés

1.

El farolito japonés no para de crecer.

Me pedís que lo mire todo el tiempo
cuando paso cerca tuyo.

Te alegra que exista.

Hay cuerpos recíprocos
más allá de la materia,
cuerpos que se atraen,
se comprenden
conversan.

Adentro de cada flor crece
un secreto diminuto
que vos protegés
y te protege.

También me escondo
en lo pequeño.

Aprendí a bajar la guardia,
a no bajar la guardia,
a pendular.

Y creí que debía enderezarme,
corregir lo torcido de mí.

Lo creí una vez y otra vez
y otra más.

Me desperté del espejismo
con insomnio
y un leve dolor de espalda
que a veces vuelve.

La soledad de las flores
está completa.

No busca compañía
pero siempre la encuentra.


2.
Un colibrí visita el farolito.

Me llamás con entusiasmo
para que lo vea.

Me demoro y me lo pierdo.

Cierro los ojos y lo imagino
suspendido en el aire.

Vibra el verde metálico
de su lomo.
Vibra el azul eléctrico
de su pecho.

Lo sostengo
en la palma de mi mano
sin prisa.

Miro el esmalte oscuro de sus ojos
la simetría de las plumas
de su cabeza.

Le doy una gota de agua
con azúcar.

Abutilon es el nombre científico
de tu planta preferida.

Sus flores rojas cuelgan como faroles
con una puntilla amarilla
en los bordes.

Sus ramas son largas y arqueadas.

Necesita sol y lluvia.

Necesita lo que no podemos darle
en este paisaje frío y desértico.

No soporta las heladas
dicen los que saben
y los que saben
se equivocan.

Nadie sabe cuánto puede un cuerpo.



Luciana A. Mellado (Buenos Aires, 1975)

Es poeta, investigadora y docente universitaria. Vive en Comodoro Rivadavia desde su primera infancia. Trabaja en la Universidad Nacional de la Patagonia. Dictó conferencias y lecturas de poesía en distintas ciudades de la Argentina, Chile, España y Alemania. Recibió becas de investigación y creación en el país y en el extranjero. Dirige, con Andy Maldonado, el colectivo de artistas Peces del desierto.

Poesía
El coloquio de las plantas, Delta de San Fernando, La Ballesta Magnífica, , 2021  
Animales pequeños, Vicente López, La Carta de Oliver, 2014
El agua que tiembla, Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2012
Aquí no vive nadie, Buenos Aires, El Suri Porfiado, 2010
Crujir el habla, Buenos Aires, Botella al Mar, 2008
Las niñas del espejo, Buenos Aires, Botella al Mar, 2006

Crítica literaria
Lecturas descentradas. Estudios de literatura latinoamericana desde el sur, Viedma, Editorial de la Universidad Nacional de Río Negro, 2018
Cartografías literarias de la Patagonia en la narrativa argentina de los noventa, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires. Facultad de Filosofía y Letras, 2015

Como compiladora
Patagonia literaria VI. Antología de poesía del sur argentino, en colaboración con Claudia Hammerschmidt, Fines del Mundo, Estudios Culturales del Cono Sur, 2019
La Patagonia habitada. Experiencias, identidades y memorias en los imaginarios artísticos del sur argentino, Viedma, Editorial de la Universidad Nacional de Río Negro, 2019

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