Rosa y dorada. La obra completa de Juan L. Ortiz

Juan L. Ortiz, Obra completa, edición ampliada y revisada, Santa Fe - Entre Ríos, UNL y Eduner, 2020
Juan L. Ortiz, Obra completa, edición ampliada y revisada, Santa Fe – Entre Ríos, UNL y Eduner, 2020

Las editoriales de la Universidad Nacional del Litoral y la Universidad Nacional de Entre Ríos (UNL y Eduner) protagonizaron acaso el evento más importante del año en materia de publicaciones literarias: la reedición aumentada de la Obra completa de Juan L. Ortiz. La edición anterior, que ya había sido todo un acontecimiento, publicada en 1996 por la UNL, había tenido varias reimpresiones; pero aquella edición crítica es reemplazada por otra mejorada, que incorpora notas, artículos, una profundización biográfica y poemas, traducciones y prosas que aún permanecían dispersas. En esta oportunidad, la obra está organizada en dos tomos, contenidos en una caja. El primero, «En el aura del sauce» (tapa rosada), compila la obra poética a partir de 1924, publicada en tres tomos por la Editorial Biblioteca Constancio Vigil en 1970; se agregan poemas que hubieran pertenecido a un cuarto tomo y que se publicaron de modo aislado en vida del poeta. El segundo tomo, «Hojillas» (tapa dorada), reúne poemas, traducciones y textos de Ortiz y suma, a los artículos que ya estaban en la edición de 1996, otra serie de textos críticos, bibliográficos y biográficos. Este magno proyecto, en el que editoriales universitarias, ensayistas y poetas se reunieron en torno a la obra de Juan L. Ortiz, tuvo como director al profesor y escritor Sergio Delgado. Con él hablamos sobre los pormenores del proyecto. Sumamos una entrevista a Mario Nosotti, que se encargó de ampliar la serie biográfica. Y por último, para que el lector ya no pueda más de dicha juaneliana, publicamos un fragmento de ese trabajo biográfico; la traducción de un poeta chino cuya existencia no se ha podido confirmar; y el poema «Rosa y dorada», de 1947, que es fuente de la organización de la edición. Juan L. Ortiz vuelve, releído, comentado, con textos prácticamente desconocidos, lo que agrega nuevos aspectos para la lectura del gran poeta entrerriano. Para el curioso lector, que quiere saber más sobre contenidos y colaboradores, publicamos los índices de ambos volúmenes, que pueden consultarse aquí: vol. I / vol. II.


Juan L. Ortiz: La unidad de la obra

Entrevista con Sergio Delgado, director del proyecto de la Obra completa de Juan L. Ortiz

Por José Villa

–¿Cuánto tiempo llevó la construcción de la obra?

Mucho. Pero quizás conviene comprender de qué hablamos cuando hablamos de “tiempo”. Hay por lo menos dos tiempos en una obra, el de la escritura y el de la publicación. Dos tiempos paralelos que por lo general se entrecruzan, muchas veces perturbándose, pero que también se pueden relacionar de manera íntima e incluso productiva. Creo que es el caso de Juan L. Ortiz. Su escritura tiene tres momentos claves: el del comienzo, el que podríamos llamar del “clímax” y el del final. La obra podría leerse, ¿por qué no?, como una novela. Pienso por ejemplo en una novela como En busca del tiempo perdido de Proust, donde el escritor explora el pasado midiendo “en el tiempo”, día a día, año a año, las posibilidades de lograr lo que busca.

¿Cómo comenzó Ortiz a escribir? De manera muy temprana. Fue un niño prodigio. Hay testimonios muy confiables, como el de Alfredo Veiravé, que nos dicen que escribía poesía desde los 9 años. Y que la publicaba en diarios y revistas ligadas al radicalismo (cuando era un partido verdaderamente “radical”) o al anarquismo. En esta nueva edición se incluye una muestra de la poesía de juventud, comenzando por el poema “El grito” publicado en 1912 en un diario de Gualeguay. En ese momento Ortiz tenía 16 años. De todos modos, a pesar de escribir desde edad temprana, recién publicó su primer libro, El agua y la noche, en 1933, es decir a los 37 años. Veiravé llama, a esa etapa inicial: los “años del silencio”. Un silencio a grito, podríamos agregar nosotros, pero silencio para la obra, que demoraba en iniciarse como libro. Silencio del comienzo, que necesitó de esa larga maduración.

A partir de El agua y la noche, Ortiz siguió produciendo libros regularmente, cada dos o tres años, hasta 1957 que viajó a China y otros países socialistas. Al regresar de ese viaje entró en un nuevo período de silencio que duró más de diez años y en el que produce mucho pero no publica. En este periodo escribe sobre todo dos libros centrales: El Gualeguay y La orilla que se abisma. Es lo que podríamos llamar, novelísticamente hablando, el momento de suspenso que precede al clímax o desenlace, que se resuelve en 1970 cuando la editorial Biblioteca de Rosario publica su obra reunida en tres tomos bajo el título de En el aura del sauce. A partir de este momento comienza el tercer movimiento, el del final, porque Ortiz promete la continuidad de ese gran libro que es En el aura del sauce en un “cuarto tomo”. Ese tomo debía incluir, entre otros poemas, una segunda parte de El Gualeguay. En 1978 la muerte lo sorprende en plena tarea y tenemos un final abierto.


El tiempo de la publicación, como de alguna manera ya lo sugerimos, se desarrolla entonces de manera muy estrecha con la escritura. A pesar de su aparente desapego respecto a las cosas materiales (que algunos comentaristas quizás exacerban más de la cuenta), Ortiz se ocupó siempre de manera personal y meticulosamente de la edición de sus libros. Los diez primeros fueron “ediciones de autor”. En todos los sentidos de la palabra. Desde El agua y la noche (1933) hasta De las raíces y del cielo (1958), el autor-editor se ocupaba de todo: de la producción (distribuyendo bonos entre sus amigos para conseguir el dinero), la diagramación, la tipografía, la corrección y la distribución. Hacía pequeñas ediciones de doscientos o trescientos ejemplares de libros muy cuidados que llevaban un dibujo suyo en la tapa. En esta edición de la obra, incluimos una parte de su correspondencia donde, por ejemplo en el intercambio con César Tiempo y Emma Barrandeguy, se ve la preocupación que pone Ortiz en la escritura, la publicación de los libros, la corrección de pruebas (que se continúa, una vez los libros publicados, en la supervisión de las erratas) y la distribución. Cuando dejó de hacer esos libritos “de autor” y la editorial Biblioteca le propuso la publicación de su obra reunida, fue Ortiz quien tomó todas las decisiones. Con la complicidad de amigos como Hugo Gola o Rubén Naranjo. Fue él quien decidió publicar su obra bajo la forma de un libro único que lleva este título maravilloso que es En el aura del sauce.

Esa es al menos mi lectura. Puede haber otras, naturalmente. Puede haber lecturas que por ejemplo piensen la idea de obra en relación con la escritura de algunos poemas o de algunos libros. Cuando comenzamos a trabajar en el proyecto de la primera edición de la obra, a principios de los 90, habían pasado más de veinte años de aquella edición príncipe de En el aura del sauce, que era un objeto inhallable, casi una reliquia. Dichosos los que poseían un ejemplar. Se producía un fenómeno extraño porque la obra de un poeta como Ortiz, que se había convertido en el maestro secreto de varias generaciones de escritores, no se encontraba en ninguna parte. Nuestro objetivo, entonces, fue el de reponer, en las mejores condiciones posibles, el texto poético. Y para hacerlo había que tomar una decisión respecto a la “situación” de En el aura del sauce en el seno de la obra y resolver, o al menos hacer una aproximación, a esos tres problemas de la escritura: el comienzo tardío, el “climax” (momento en el que En el aura del sauce define su fisonomía) y el problema del final, el de ese “cuarto tomo” prometido y perdido (¿perdido o inconcluso?).

La edición salió en 1996 (cuando se celebraba el centenario del nacimiento del poeta) e hizo su propio camino. De manera visible (lo que en todo caso puede verse, por ejemplo, en la recepción crítica que tuvo en su momento) pero también de manera secreta. No dejan de llegarme esas señales secretas de lecturas que se produjeron a partir de la edición, que tuvo dos o tres impresiones, lo que naturalmente es el mérito de Juan L. Ortiz, de la calidad de su poesía, que encontraba ahora nuevos lectores, pero también, en menor medida, de esta reposición. Cuando invité a participar de esta segunda edición a Olvido García Valdés, poeta española que escribe el texto liminar que abre el primer volumen de la edición, me respondió de inmediato: “me conmueve su propuesta. Y la agradezco de corazón. Como tantos, conocí a Juan L. Ortiz por Poesía y Poética, aquella revista extraordinaria, y fui haciéndome luego con todo lo posible de él y sobre él; de mi primer viaje a Buenos Aires a finales de los años 90, traje la edición de la Universidad Nacional del Litoral («el libro gordo de Juanele», lo llamamos), que usted dirigió. Participar ahora con un texto (un breve ensayo) en una segunda edición de aquel libro maravilloso me parece un privilegio que querría poder merecer”. Es una satisfacción saber que la edición encontró sus lectores, a pesar de todos los errores que pudimos haber cometido. La idea del “libro gordo” fue quizás una: me gustaba que todo estuviera al alcance de la mano, pero materialmente, en función de las posibilidades técnicas que teníamos, resultó muy voluminoso. Y fue un sentimiento extraño, en cierto modo fascinante, en cierto modo difícil, el ir dándome cuenta de que a partir de un momento era necesaria una reedición.

–Cómo fue el plan de la edición. Es decir, hacenos un relato de cómo fue el proceso, la maduración de la obra, con sus dificultades y contradicciones.

Esta nueva edición de la Obra completa comenzó casi el día siguiente en que salió de imprenta la primera. En ese momento no lo sabía. Ni en sueños. Me hubiera deprimido de haber tenido siquiera la sospecha de que, luego del enorme esfuerzo que había significado la preparación de ese proyecto (esfuerzo al que hay que sumar la inexperiencia, que me condenaba a cometer errores que hubiera podido anticipar), algún día había que comenzar de nuevo. Pero así son las cosas.

Pasaron más de veinte años. Un tiempo en el que, gracias a mis propias convicciones, pero también a las lecturas y a los trabajos de mucha gente, se fue volviendo evidente la necesidad de la reedición. Por mi parte, en el plano personal, tres o cuatro años después de la edición de 1996, ya viviendo en Francia, me puse a preparar mi tesis doctoral sobre la poética de Juan L. Ortiz. Otra cosa que no estaba en mis planes. Tenía la idea de seguir leyendo y estudiando poesía, la poesía de Ortiz pero también la poesía hispano-americana y francesa, pero no en ese marco académico. Realizando mi tesis, lo primero que me di cuenta es que había hecho aquella edición sabiendo muy poco de poesía. Conocía, sí, la obra de Ortiz, casi de memoria, pero recién comenzaba a comprenderla. Un descubrimiento nada memorable, pero que tenía su sentido para mí, porque al mismo tiempo de reconocer mi ignorancia me puse a revisar todas mis hipótesis de trabajo. Todas. Es bueno revisar el pasado –es más: es necesario– sobre todo para tratar de no repetirlo, pero también para reconciliarnos con lo que fuimos. Me di cuenta de que solemos avanzar en varias direcciones, con distintas velocidades, y no siempre en el buen sentido. Respecto a la edición, hice algunas cosas mal y algunas cosas bien, pero que hubiera debido hacer de otra manera. Sobre todo, no de una manera tan irresponsable. Es cierto que nuestras buenas intuiciones adquieren otro valor analizadas retrospectivamente. Y es curioso, también. Nos damos cuenta del valor de esas intuiciones y de que, en definitiva, guiados por su impulso, hicimos en ese momento lo que debíamos hacer. Pero hubiéramos podido hacerlo de otro modo. Es una rara paradoja personal, que tiene la medida de cada uno. Si no nos hubiéramos dejado llevar por nuestras intuiciones de manera tan irresponsable y no hubiéramos realizado ese salto hacia adelante, no estaríamos reconsiderando el esfuerzo posterior para estabilizarnos y recuperar el equilibrio.

En 2003 terminé mi tesis, que no está publicada todavía porque no encontró ni su forma ni su oportunidad, pero una parte importante fue a parar a la edición crítica de El Gualeguay que hicimos en 2004 con la editorial Beatriz Viterbo de Rosario. De manera paralela dirigí o participé en varias ediciones de escritores muy próximos a Ortiz, lo que implicó el trabajo (indispensable en nuestro medio) de reconstruir archivos. Me refiero a la edición de la obra de Amaro Villanueva, de la poesía de Juan José Manauta, de los papeles de trabajo de Juan José Saer, de las Obras completas de Carlos Mastronardi (dirigida por Claudia Rosa, pero con la que colaboré estrechamente, por ejemplo en la elaboración del plan de la edición) o a la de la obra periodística de Emma Barrandeguy (dirigida por Evangelina Franzot) que incluimos en la colección El País del Sauce. En cada uno de estos proyectos, el trabajo de búsqueda de archivos nos permitió encontrar muchos textos de Juan L. Ortiz pero también mucha información sobre el medio en el cual trabajaba. En 2013, acompañé el trabajo de Francisco Bitar de la edición crítica de El junco y la corriente, el libro que incluye los poemas escritos durante el viaje a China.

Creo que el proyecto de la segunda edición de la obra de Ortiz fue definiéndose en estos años. Si tuviera que fijar una fecha de inicio debería ponerla hacia 2010, es decir luego de la edición de Villanueva. En ese momento había suficiente material y nuevas perspectivas críticas, y un pedido implícito de algunos lectores, que justificaban esta reedición. Pero creo que fue el hallazgo de los poemas iniciales, de juventud y algunos poemas finales –que hubieran podido ser incluidos en ese “cuarto tomo” que el poeta prometía, sin haber logrado de cerrarlo–, lo que terminó de definir el proyecto. Y desde el primer momento estuvo este esbozo de un plan en dos volúmenes, uno dedicado a En el aura del sauce, el otro dedicado a “lo otro”. El “volumen” que había ido adquiriendo ese material marginal hallado lo hacía posible.

Otra etapa importante fue la definición de la reedición, hacia 2016, en un plano, digamos, institucional. Ya estaba el plan, la mayor parte del material, había pistas para seguir buscando y faltaba indudablemente la conformación de un equipo. No fueron fáciles las conversaciones entre dos universidades “hermanas” que, a pesar de la proximidad geográfica y cultural, tienen proyectos editoriales distintos y distintas maneras de funcionar. Gravitó sin duda la voluntad de los directores de esas editoriales: de María Elena Lohtringer y Gustavo Martínez por la Universidad Nacional de Entre Ríos e Ivana Tosti por la Universidad Nacional del Litoral. A partir de ese momento, pude continuar el trabajo iniciado en 1996 y sumarle la experiencia, y sobre todo el equipo de gente, del trabajo posterior. Pienso en particular en Guillermo Mondejar, que es el coordinador y en Manuel Siri, quien tuvo a cargo el diseño. Guillermo fue un elemento fundamental en la búsqueda y organización del material, en la diagramación y corrección del libro, pero también en la transcripción de manuscritos y elaboración de las notas. La persona con la cual mantuve un diálogo permanente desde la edición de Villanueva.

Es un trabajo en equipo al que tengo que sumar los colaboradores de la edición: Olvido García Valdés, Marilyn Contardi, Edgardo Dobry, Fabián Zampini, Agustín Alzari, Santiago Venturini, Miguel Ángel Petrecca, José Carlos Chiaramonte, Mario Nosotti. Y en otro plano: Miguel Ángel Federik, Evangelina Franzot, Paola Calabretta, Alexis Chausovsky, Evangelina Franzot y Manuela Acuña. Nadie puede hacer solo este tipo de trabajo. La poesía es de todos o es de nadie. Una nueva ley del libro debería plantearse seriamente quién posee “la propiedad intelectual” de una obra: ¿el autor, el editor, el lector? Todos deberían tener algún derecho que defender.

–El volumen anterior de la obra de Ortiz parecía ya muy importante, parecía difícil realizar a un plazo relativamente breve una profunda reformulación. ¿Tuviste objeciones de colegas o editores para realizar este segundo gran intento sobre la obra poética de Ortiz?

Es cierto que, como decía Gardel: “veinte años no es nada”. Pasaron muchos años entre cada edición que, en el reloj vital de una obra, quizás sean segundos. Tendríamos que volver a encontrarnos dentro de otros veinte años y volver a pensar esta pregunta. Que tampoco estoy esquivando. Un proyecto de estas características tiene siempre muchos opositores y también muchos cómplices. Tiendo a olvidar los primeros y guardar en el corazón los segundos. Si hay un verdadero opositor, somos nosotros mismos, nuestro propio cansancio. Y en todo caso, el verdadero enemigo es la indiferencia. Es lo que percibí cada vez que me reuní con grandes editores. A principios de los años 90, Beatriz Sarlo, quien leyó los primeros borradores de mi introducción, de las notas y del plan de la edición, me puso en contacto con su editor de entonces, que trabajaba para un gran grupo editorial, de cuyo nombre no quiero acordarme (hoy fue absorbido por otro gran grupo editorial). Me reuní pero enseguida sospeché (ahora lo compruebo) que no hablábamos el mismo lenguaje. En 2005, algunos meses antes de morir, me llama Juan José Saer y me dice que estaba convencido de que Juan L. Ortiz debía ser publicado por Planeta y alcanzar así una justa difusión. Me puso en contacto entonces con su editor, que estaba esperando mi llamado. En ese momento yo no tenía en mente este proyecto y no lo llamé. Recién hablé con este editor muchos años después, de manera si se quiere póstuma, hacia 2014, cuando estaba en contacto diario con él preparando la edición de la poesía inédita de Saer. Nada era tan simple.
Finalmente, el proyecto encontró su lugar en un marco editorial universitario. El único que me permitió trabajar en equipo durante tantos años y en un marco de confianza y libertad. El problema de las empresas editoriales en Argentina es que no están dispuestas a invertir en ese tiempo de trabajo. No lo encuentran redituable. Y en realidad no lo es desde un punto de vista comercial. En nuestro país las empresas nunca pueden pensar las cosas a largo plazo y están siempre obnubiladas por el beneficio.

–¿Qué textos de Ortiz se agregan a la presente edición? ¿Qué nuevos estudios críticos?

Se agregan muchos textos y muy diversos y curiosamente todos confirman la centralidad de En el aura del sauce. Entre las principales novedades se encuentran, como lo mencioné, los textos iniciales (los poemas juveniles) y los textos finales (que producen el efecto de continuidad de En el aura del sauce, al mismo tiempo que confirman su unidad de trabajo). También muchas prosas. Algunos de tipo narrativo (que nos permiten definir mejor el proyecto, inconcluso, de un libro llamado Los amiguitos); otras (muchas) de tipo ensayístico. Una muestra importante de la correspondencia: con César Tiempo, con Cayetano Córdova Iturburu, con Juan José Manauta, con José Portogalo, con Emma Barrandeguy. Y algunos poemas inéditos, que logramos transcribir, como el “Tríptico del viento” o “En la tumba de José María Arguedas”.

Estos nuevos materiales, pero también el estado de los estudios sobre la obra de Ortiz, merecieron nuevos trabajos. Cada uno de los volúmenes va presidido por textos “liminares” (en la orilla de la obra, a media agua, además, entre el ensayo poético y el estudio académico) de Olvido García Valdés y de Marilyn Contardi. Dos poetas que al mismo tiempo saben reflexionar sobre la poesía. Edgardo Dobry, desde una perspectiva comparatista (que es necesario comenzar a vislumbrar), sitúa la obra de Ortiz en el marco del simbolismo y de la poesía americana; Agustín Alzari estudia el aspecto “social” de esta poesía; y Fabián Zampini establece una cartografía de las lecturas de la obra. Por otra parte, la abundancia del material de traducción (sobre todo de poesía, y entendiéndolo como una continuación del trabajo del poeta) mereció estudios de Santiago Venturini, Miguel Ángel Petrecca y José Carlos Chiaramonte. Y finalmente Mario Nosotti preparó una nueva cronología, con un trabajo inaugural de rastreo de fuentes que es un avance de una biografía de Ortiz que pronto publicará la editorial de la UNL.

–También se reagrupan los trabajos críticos de la versión anterior…

Lo primero que hice, al comenzar a trabajar, fue ponerme en contacto con los colaboradores de la edición anterior –Martín Prieto, Daniel García Helder, Marilyn Contardi y María Teresa Gramuglio– que decidieron no re-escribir sus trabajos. Martín Prieto ya había re-situado a Ortiz en su Breve historia de la literatura argentina y recuerdo que Helder me escribió diciéndome que su estudio sobre la poesía de Ortiz era lo mejor que había escrito y que difícilmente podría superarlo. “Nunca podría volver a escribir así”, me dijo, con su melancolía habitual. Prometió en todo caso una suerte de “coda”, que lamentablemente no pudo realizar. Con Martín nos mantuvimos siempre en diálogo y su ayuda fue decisiva para ponernos en contacto por ejemplo con Agustín Alzari y Fabián Zampini que acababan de terminar sus tesis doctorales sobre Ortiz.

De todos modos, lo que comprendimos, desde que nos pusimos a trabajar en este proyecto, es que no existía la necesidad de “situar” al poeta en el marco de la poesía regional, nacional o internacional, ni de justificar las particularidades que presenta su caso, las de su figura (de lo que definíamos como el “mito” del poeta) o de su estilo poético tan característico. En Hojillas, el volumen 2, hay un dossier de lecturas que traza una especie de pequeña enciclopedia orticiana. No pretende ser exhaustivo, pero allí están algunos de los principales textos que presentaron al poeta en distintas etapas de la obra: Carlos Mastronardi, Hugo Gola, Alfredo Veiravé, Juan José Saer, Haroldo de Campos y un texto desconocido de Rafael Alberti.


–Otro detalle interesante son las notas que están en el segundo tomo. Esas notas todas juntas vienen a conformar una serie discontinua y ensayística sobre la obra de Ortiz…

Exactamente. El “arte de la nota” es un género difícil. En todo caso, como yo lo comprendo, es un género menor del ensayo y de la crítica. Forma breve, fragmentaria y en efecto discontinua, que, a mí, sin embargo, me resulta fascinante. Hay que encontrar el tono justo, entre la explicación y la interpretación, un equilibrio complicado de la información indispensable para acompañar la experiencia que hace el lector, abriéndola e iluminándola. Hay muchos versos de El Gualeguay que no se leen de la misma manera a partir de determinadas informaciones, muchas de ellas locales, muchas de ellas secretas. Y trato de que las notas sean discretas, casi inofensivas. Un lector decidido puede ignorarlas sin ningún problema dado que están al final, casi escondidas, y lanzarse solo en ese territorio misterioso.


–Por favor, referinos algunos detalles o anécdotas de este proceso, por muy triviales que le parezcan.

Las anécdotas son muchas. Las hay triviales, sí, sobre todo las que tienen que ver con el marco institucional o comercial del asunto. Vienen a mi mente decenas de reuniones con burócratas o editores-empresarios (en muchos casos llegué a preguntarme cuál es la diferencia) a quienes había que explicarles quién es Juan L. Ortiz y cuál es el valor de su poesía. Cuánta energía hay que desplegar a veces, estratégicamente, para disimular la ignorancia ajena. Están aquellas anécdotas que tienen que ver con la mezquindad de ciertas personas que por ejemplo esconden un manuscrito esperando sacar algún provecho de su posesión. Estas últimas, más que triviales son tristes e incluso patética. No hago mal en olvidarlas, ¿no?
Las buenas anécdotas, son las que me vienen ahora ligadas al trabajo, igualmente triviales, pero en otro sentido. En la Edad Media triviales eran las artes de la elocuencia, menos cargadas quizás de “contenido” que las otras, pero no menos importantes. Podría recordar por ejemplo una conversación en Santa Fe, con Martín Prieto, en el bar del España, en agosto de 2018, ya en la última etapa de consolidación del proyecto. Hablamos del plan, del material, y después nos fuimos caminando hasta la editorial de la UNL donde participamos de una mesa redonda. Allí presenté por primera vez de manera pública las líneas generales del plan la edición. Hay un video que puede verse en las redes. En un momento de la conversación, Martín evocó algo que yo había dicho o escrito hace muchos años, que tenía totalmente olvidado: la evocación del escenario de una de mis primeras lecturas de En el aura del sauce, donde en la continuidad de dos poemas dedicados al perro Prestes, yo había tenido una primera intuición de la unidad íntima de la obra.

Podría recordar también anécdotas de los contactos con los distintos colaboradores, por ejemplo en la búsqueda del texto “liminar”. Sabíamos que debía ser realizado por alguien ajeno al sistema de la poesía argentina. Fue así que propusimos esta tarea a Olvido García Valdés, quien, como comenté anteriormente, aceptó con entusiasmo. Nos pusimos a trabajar, pero a los pocos meses hubo un cambio político en España y el nuevo presidente, Pedro Sánchez, le propuso a Olvido una secretaría de estado dedicada al libro y la lectura. Aceptó, y tuvo la feliz idea, entre otras cosas, de poner en tela de juicio las prebendas usufructuadas por grupos empresarios editoriales. La guerra. En este contexto me escribió para disculparse. Su vida había cambiado y temía no poder cumplir con el compromiso del liminar. Fue necesaria una larga tarea diplomática y de re-planificación del plan de trabajo para darle otros plazos. Como la edición venía demorada, lo pudimos sincronizar. Toda carrera que forme a editores debería incluir una materia titulada algo así como “mediación”, “diplomacia”, o “brujería”.

Podría mencionar, por otra parte, decenas de anécdotas ligadas a la búsqueda y conquista del material. Por ejemplo, las de la aparición de cuatro carpetas con traducciones que estaban en Barcelona; por ejemplo, las traducciones de cuatro poemas de Mao que Chiaramonte encontró en su ejemplar de En el aura del sauce. O la aparición de la correspondencia, que surge tímidamente, de los espacios más íntimos e impensables. Cada vez que encontrábamos un nuevo material, debía reacomodarse el plan del segundo volumen e iniciar una rueda de consultas con los colaboradores: fue el caso de la aparición de una reseña totalmente desconocida de Ortiz sobre un libro de Agosti, intelectual de cabecera del partido comunista. Agosti habla de Ortiz en uno de los capítulos de ese libro, pero él, por evidente pudor, no lo menciona. Naturalmente: Agustín Alzari, que conocía el texto de Agosti pero no la reseña de Ortiz, debió revisar su estudio crítico en función de ese hallazgo; lo mismo, y esto ya al filo del cierre, con las nuevas traducciones de Mao: Miguel Ángel Petrecca tuvo que revisarlas porque él había hablado de otras versiones de Mao.

Podría recordar también las mil anécdotas, casi microscópicas, del lento desciframiento de manuscritos inéditos. Un trabajo que realizamos junto con Guillermo Mondejar, que se desarrollaba a lo largo de meses (era necesario tomar distancia) y que a veces exigía larguísimas jornadas de trabajo. Recuerdo aquella mañana en que apareció, en el primer verso de “En la tumba de José María Arguedas”, la palabra “cacuy”. Para muchos puede ser algo banal (y de hecho no es más que una hipótesis), pero para mí fue una suerte de iluminación. Pero la anécdota que me viene ahora a la memoria es la de un viaje que hicimos con Claudia Rosa en 2010 por distintas ciudades de Entre Ríos. Ese año había obtenido un sabático y pude instalarme algunos meses en Argentina. Aproveché para cerrar la edición de Villanueva y para realizar una largamente postergada búsqueda por archivos provinciales y tener, al menos, una primera aproximación al problema de los escritos juveniles. Como dije, teníamos testimonios (de amigos, pero también del mismo poeta) de esas publicaciones tempranas. Pero ninguno de esos poemas había sido encontrado.

En ese marco, el sábado 10 de abril (recurro a una suerte de diario de campaña que había llevado de esos meses), al cabo de una jornada muy cargada, que comenzó en Gualeguaychú, llegamos por la tarde a Gualeguay. Habíamos amanecido en Gualeguaychú y, luego de desayunar, nos fuimos con Claudia a ver el corte del puente. Si recuerdo bien, hacía cinco años de la instalación sobre el río Uruguay, del lado uruguayo, de la planta de celulosa Botnia, la “pastera”, que generó un largo conflicto entre Argentina y Uruguay. En protesta los habitantes de Gualeguaychú habían cortado el puente sobre el río, aventura que Claudia siguió de cerca, participando incluso de algunas asambleas. Llegamos entonces al corte, en el que había dos o tres personas, y pidiendo permiso (Claudia me utilizó como coartada diciendo que yo era un periodista francés) nos dejaron pasar con el auto. Pero una persona nos acompañó para asegurarse de que no nos perdiéramos. Todo era muy raro, sobre todo por la calma, y en pocos minutos llegamos hasta la mitad del puente vacío, donde pudimos estacionar el auto sin problema. Desde ahí se dominaba el imponente río Uruguay y se podía ver, del otro lado, la pastera. El hombre que nos acompañaba hablaba con convicción, aunque repitiendo argumentos escuchados probablemente en centenares de asambleas. Era evidente porque introducía sin cesar términos técnicos: químicos, agropecuarios, económicos, políticos, etc., y principios ecologistas, que no parecían pertenecer a su propio vocabulario. Dijo, por ejemplo, que la planta se había levantado según los protocolos europeos, pero “acá es distinto porque la naturaleza se encuentra en un estado más puro”. Confiaba en que el gobierno uruguayo se iba a poner de acuerdo con el argentino y que ya estaba casi decidida una mudanza de la planta hacia el lado de Colonia. Es decir, frente al Río de la Plata. “Allá no hay orilla de enfrente”, agregó, “ni puente que cortar”. Reconstruyo de manera anacrónica este discurso, cuyas alternativas olvidé completamente, pero conservo sin embargo la magnífica imagen del río, orilla “oriental” en la poesía de Juan L. Ortiz. Seguimos nuestro camino y a media tarde llegamos a Gualeguay.

No debería decirlo, debería avergonzarme, pero era la primera vez que visitaba la ciudad natal del poeta. La primera vez que veía su río, sus lugares, que visitaba su tumba. Pasamos primero por la Biblioteca y luego nos dirigimos al diario Debate/Pregón, que naturalmente estaba cerrado. Eran cerca de las 20h y en el interior se preparaba la edición del domingo. Preguntamos por la directora y tuvimos que esperarla porque estaba en su casa (luego nos explicó que vivía a dos cuadras). Nos hizo pasar y nos recibió en su oficina. Sorpresa: había una colección casi completa del diario que arrancaba en la fundación, es decir 1908, pero que estaba en muy mal estado. Nos dio sin embargo un voto de confianza. Así nos instalamos con Claudia a trabajar. Estábamos agotados pero el entusiasmo nos despabilaba. Al poco tiempo encontramos el poema “Mi grito”, que terminaba de esta manera:

¡Oh, los cultos hipócritas que miran
La inocencia del Arte como a impura!
Yo los ahorcaré, en mis estrofas,
Con el nudo triunfal de mi locura!…

Seguimos trabajando un par de horas, hasta las once de la noche y no encontramos nada más (al margen de muchos poemas que creímos publicados con seudónimo, que luego resultaron de otro autor). Pero ese poema justificaba la jornada y estoy convencido de que fue uno de los engranajes que puso en marcha el mecanismo de la edición. Hicimos una pausa, con la idea de seguir al día siguiente y nos fuimos a buscar hotel. Sábado a la noche en Gualeguay. Claudia conocía un hotel que se llama “Jardín”, muy antiguo, pero en buen estado de conservación. Tiene un patio central cubierto, con plantas y una fuente. Nos instalamos y bajamos a cenar al comedor. No recuerdo la conversación, pero creo que habíamos comenzado a decidir que al día siguiente no nos volveríamos a sumergir en el archivo. Para muestra bastaba un botón. Me acosté como a la una de la mañana y demoré en dormirme. Al día siguiente no hubo madrugón. (Nota: el trabajo sería retomado, ya en el marco de la preparación de la edición, por Evangelina Franzot). Cuando me desperté, la llamé varias veces por el interno a Claudia. Demoró en atender. Había tomado una pastilla para dormir y le costaba retomar el curso de la realidad. Me instalé en el bar para esperarla y me pedí un desayuno. Había varios pasajeros desayunando. Visitantes de fin de semana. Una mujer se levanta y se dirige hacia las habitaciones. Una mujer rubia, cincuentona y “regia”, vestida con un jogging. Seguramente una de esas hipócritas que el poeta hubiera querido ahorcar con sus estrofas, tataranieta de aquellos habitantes de Gualeguay que conspiraron, con el cura del pueblo, para expulsarlo. Subiendo por las escaleras, la rubia se cruza con Claudia. La detiene y le dice algo al oído. Con exagerado disimulo. Claudia la escucha y se sonríe. No parecen conocerse, pero se establece un intercambio íntimo. Imagino varias posibilidades. Muy lejos de la realidad. Claudia llega hasta la mesa y le pregunto qué le dijo: “que tenía el vestido al revés”.


–Cuál es tu relación personal con la obra de Juan L. Ortiz. Cómo lo leías antes de emprender este trabajo reconstructivo del autor. ¿Cómo lo leés ahora?

Lo leí en varias etapas y lo que es magnífico, en mi experiencia personal, es un acercamiento incesante, que nunca se agota. Editarlo es mi manera de leerlo. De pasar, en la intimidad, mucho tiempo a su lado. Cada vez estoy más convencido en la idea de que la obra de un gran escritor está viva. Al comienzo (por ejemplo, en el momento de la primera edición de la Obra completa) lo creía a medias. Poco a poco voy confirmando que el trabajo crítico, editorial, las distintas lecturas, van enriqueciendo, resucitando e incluso re-inventando el texto. Y esto no es un mal. En todo caso, “un mal necesario”. No estoy diciendo nada nuevo porque es algo que la crítica del siglo XX, y su aplicación en la obra de autores como Mallarmé, Proust, Baudelaire, Rimbaud, Balzac o Zola, por mencionar ejemplos de la literatura francesa, que es la que mejor conozco, ha ido comprobando. El tiempo es un valor en la literatura. Es algo que en nuestros jóvenes países tenemos que descubrir todavía.


–Queda algún paso más que te gustaría dar respecto de la obra de Ortiz: ¿un nuevo tomo? ¿U otro tipo de publicación?

No tengo pensado volver a editar a Juan L. Ortiz. Debo retirarme y pasar el relevo. Hay sin dudas otras maneras de editarlo. Me ocuparé, porque hay un proyecto, de volver a sacar mi edición de El Gualeguay. Con algunas revisiones mínimas. Pero nada nuevo. En todo caso, tengo que ponerme a preparar mi propio “libro” sobre Ortiz, que está disperso entre varios prólogos, artículos, la tesis y, sobre todo, las notas. Siempre y cuando logre conservar la brevedad y frescura del estilo “nota”. Deberían ser un libro con notas introductorias para la lectura de la poesía de Juan L. Ortiz.

–El hecho de considerar un cuarto tomo, fantasma, con algunos poemas que hubieran podido incluirse en una continuidad de En el aura del sauce, da la sensación de que se siguen buscando textos…

¿Sí? Me sorprende y al mismo tiempo me deslumbra esta impresión. Bueno: cada lector hace su propia experiencia y sus razones que la razón desconoce… Es cierto que en la edición hay como un doble movimiento: por una parte reflexionar sobre la probabilidad de la existencia efectiva de “ese cuarto” tomo prometido por el poeta, y por el otro no dejar de buscar esos poemas perdidos. En mi intimidad, algo que apenas puedo confesar públicamente, no pierdo las esperanzas de que aparezcan al menos fragmentos (fragmentos de un fragmento, serían), por ejemplo con la continuidad de El Gualeguay.

La idea de dividir la edición en dos volúmenes, el primer incluyendo todo En el aura del sauce, estuvo desde el inicio del proyecto. Pero la decisión de incluir al final de ese volumen los poemas que podrían haber formado parte de la continuidad de ese libro único (aquellos de los que tenemos alguna prueba de la voluntad del autor), en una sección que llamamos “A la orilla del aura”, fue una de las últimas que tomamos con Guillermo Mondejar, el coordinador de la edición. Es más: creo que fue una idea de Guillermo. Esos poemas no forman parte de En el aura del sauce, pero vienen después. Quizás recupero, en cierto modo, de una manera puramente azarosa, quizás intuitiva, apenas confesada, esa fascinación por seguir buscando textos. Otros lo harán.


Mario Nosotti: Hacia una biografía de Juan L. Ortiz

Nosotti es el autor de la extensión biográfica de la nueva edición (que pasó de dos páginas a cuarenta respecto de la edición anterior) y de un libro próximo que será una biografía literaria.

Por José Villa

Recuerdo que habías escrito una serie de textos aproximativos sobre una obra biográfica, hipotética, sobre Ortiz. ¿Ese es el punto de partida, o ya venías trabajando en este esbozo biográfico?

Hace ya varios años que vengo trabajando en una biografía sobre Ortiz. En realidad se trata de un ensayo que entrama cuestiones de su estilo, su figura (el sujeto imaginario, digamos) y cuestiones personales. Hace poco más de dos años me puse en contacto con Sergio Delgado para hacerle unas consultas y ahí empezó un fluido intercambio de ideas y opiniones, hasta que en un momento me propuso sumarme al equipo que venía trabajando en la nueva edición de Obra completa de Juan L.  y encargarme de rehacer la antigua cronología.

¿Cuál fue el método y qué referencias tomaste para realizar ese trazado, siendo que no abundan en la poesía argentina trabajos de este tipo?

Mario Nosotti

El trabajo fue bastante vertiginoso, porque la edición ya estaba muy avanzada, y prácticamente en dos o tres meses tenía que tener armado el texto. Para mí era todo un desafío, y a la vez era un sueño cumplido poder ser parte de ese libro que (en su anterior edición) tanto había estudiado, marcado, llenado de notitas en los márgenes, de preguntas…. Durante buena parte del verano y el otoño, en estrecho contacto con Sergio y con Guillermo Mondejar (encargado de coordinar la edición)  me dediqué a investigar y armar la cronología. Por otro lado, es cierto lo que mencionás sobre las biografías de escritores en Argentina, son más bien excepcionales, y en el caso de los poetas, más. Hay como un temor, una superstición (muy atendible, por otra parte) a que la imagen del poeta, su historia, contamine negativamente la lectura de la obra.

Hablanos un poco de la documentación o textos que utilizaste.

La mitad de la cronología parte de la investigación que yo venía haciendo para mi libro. Justamente había llegado hasta alrededor de 1942, el año en que Ortiz se muda con su familia a Paraná. El desafío que se me planteó y que me desveló varias noches era cómo adaptar lo que ya había escrito para poder volcarlo en la cronología de la Obra completa sin repetirme tanto, sin pisarme. Había cosas insoslayables, que hacían a la profundización de la historia de Juan L. La base que utilicé, de todas formas, es la cronología de la edición de 1996 que hizo Delgado. La idea fue expandirla, renovarla y matizarla. La fuente material con la que trabajé está en los reportajes que Osvaldo Aguirre compiló para Mansalva (Una poesía del futuro), los trabajos de Agustín Alzari, la correspondencia de Ortiz y otras muchas lecturas, incluidos mis viajes a Gualeguay, Paraná y Villaguay, para buscar documentos y charlar con familiares o conocidos directos de Juan L., los pocos que todavía quedan vivos.

¿Descubriste muchas cosas? ¿Qué te resultó más interesante o revelador, que haya modificado o enriquecido en algo tu lectura de Ortiz o tu idea del personaje?

Descubrí material desconocido, otro poco atendido o pasado por alto, cuestiones que quisiera por ahora preservar porque son parte del trabajo que pronto publicará la UNL. Puse especial acento en una zona oscura, casi desconocida que es la infancia y primera adolescencia de Ortiz en Villaguay, una etapa que fue determinante en toda su cosmovisión. Por otro lado, me interesó reponer al Juan L. oral, el que surge de las entrevistas, una voz singular e interesantísima, que aborda infinidad de cuestiones y que de alguna forma expande y ramifica esa voz principal de su poesía.

Lo que puedo decir es que más allá de los matices, incluso las desmentidas de la imagen que tenía de Juan L., volví a ratificar la fuerte sensación de que todo en él remite a una experiencia profundamente auténtica e indivisible, un caso como creo que no hay otro en la poesía argentina.


Cronología de Juan L. Ortiz
Por Mario Nosotti

Los siguientes son los pasajes iniciales de los datos biográficos de Juan L. Ortiz publicados en la actual Obra completa.


Juan L. Ortiz constituye una gran fuerza espiritual, de esas que actúan secretamente, pero que se convierten, con el tiempo, en energía impulsora de una literatura […]
Los efectos de una obra como la suya comienzan a percibirse mucho tiempo después. Demandan una asimilación que es casi siempre lenta y que se va filtrando por capilaridad en el cuerpo de las generaciones posteriores.

Hugo Gola


1896

Juan Laurentino Ortiz Magallanes nace el 11 de junio a las once de la noche, en la casa donde vivían sus padres, en Puerto Ruiz, localidad cercana a Gualeguay, provincia de Entre Ríos. José Antonio Ortiz tiene cuarenta y cinco años y Amalia Nicolasa Magallan —que ya había dado a luz al menos nueve hijos— treinta y uno.

Puerto Ruiz era entonces un importante puerto fluvial donde se concentraban los saladeros que trabajaban con el ganado de la zona, potenciado además por la construcción del primer Ferrocarril Entrerriano que lo vinculaba con Gualeguay. Cuando Ortiz nace, vivían en la localidad unas trescientas personas. Aún hoy pueden verse las antiguas edificaciones que reflejan el pasado de su ajetreada actividad económica.

Nací en Puerto Ruiz, bien cerquita del río y cerca de Gualeguay: dos leguas. Era un puerto muy importante; me he criado sintiendo la pitada de los vapores. Éramos doce hermanos. (En: Carlos Tarsitano, «Las vacas de niebla», 1972)

*

José Antonio Ortiz, el padre de Juan L., había nacido el 6 de mayo de 1851 en San Antonio de Areco, hijo de Saturnino Ortiz y de Lucía Nogueira, casados tres años antes en la parroquia San Antonio de Padua de la misma localidad. Los padres de Saturnino se llamaban José Ignacio Ortiz y Lucía Pajón, y el padre de Lucía, Claudio Nogueyra. Todos eran de la zona de San Antonio de Areco.

Mi padre tenía los modales de un criollo, bonhomía, complacencia quizá, no sabría calificarla justamente. Había nacido en San Antonio de Areco, muy amigo de los Güiraldes. Arruinado por la política —trajo a Leandro N. Alem a Entre Ríos—, aquí vino como comprador y conoció a mi madre; para dejar de trabajar como tropero puso, vaya la paradoja, una carnicería. Y yo que vengo a tener tanto horror a la matanza de animales. (En: Juan Carlos Martini Real, «Un día en la vida de Juan L. Ortiz», 1971)

José Antonio, que se ganaba la vida como arriero, llega a Gualeguay contratado por unos vascos amigos para cuidar una estancia. Allí conoce a Amalia Magallan, nacida en Ibicuy, al sur de la provincia de Entre Ríos, el 6 de diciembre de 1864. Amalia era la tercera de ocho hermanos, cuatro varones y cuatro mujeres, todos nacidos en Ibicuy; su padre se llamaba Exequiel Magallan y su madre Juliana Neyra.

La pareja tendrá diez hijos —que son los que aparecen en los registros, aunque en alguna ocasión Juan L. hable de más hermanos—: Rafael, el primogénito, nace en 1881, cuando Amalia tiene dieciséis años. Luego siguen Lucía Isabel (1882), Carmen (1883), Manuel Saturnino (1884), María Sara (1886), María Amalia (1889), Laura Fortunata (1891), Juana Julia (1892), José Antonio (1894). El último es Juan Laurentino, bautizado en la Iglesia Santiago Apóstol de Baradero, Buenos Aires, el 17 de julio de 1897.

*

De aquella protohistoria en Puerto Ruiz, donde Juan L. vive los primeros tres años, nos llegan fogonazos, imágenes veloces que se hilan en la primera parte del poema «Gualeguay» (vol. I, pp. 353 y ss.): el viaje a Baradero para el bautismo, el amor inconfesado a Enedina, la hija de la «maestra», las carreras de sortija, el carnaval, los juegos de palabras, la relación furtiva de una de sus hermanas mayores. E impresiones fugaces: la luz entre los árboles, las flores en los patios de ladrillos y los «nervios ya heridos» (v. 18) de un niño ultrasensible. La memoria prodigiosa de Ortiz, abonada quizás con el aporte oral de sus padres y hermanos, deja vivas imágenes latiendo en su conciencia: las crecidas del río que en alguna ocasión llegan a producir una inundación histórica, «Y en la “escuela vieja”, rosa era, no? las canoas atadas / en la parte alta de las rejas del primer piso» (vv. 5-6); el día en que la novia de un hermano lo lleva en ancas hasta el almacén; la visita al cementerio, e incluso un accidente doméstico («quise salir a la lluvia y el brasero estaba ahí», Beatriz Aguirre y Luis Sienrra, «Juanele leyendo “Gualeguay”», 1974) del que conservará por siempre una pequeña cicatriz.

Hasta que una mañana, «por las calles mismas del alba» (v. 33) —«era la primera vez que yo veía el amanecer, un alba hermosísima, de otoño» (Aguirre y Sienrra, op. cit.)—, la familia se embarca en un tren del Gualeguay Central hacia ese otro «país celeste» (v. 34), la selva de Montiel.


1899 – 1903

La familia de Ortiz llega a Mojones Norte, donde el padre había aceptado un puesto para cuidar una estancia, propiedad del general Racedo. Situada al noreste de Villaguay, la así llamada «selva de Montiel» (denominación que deriva de un antiguo terrateniente de la zona, Antonio Marques Montiel), era a principios del siglo pasado un monte enmarañado, no doblegado aún por la mano del hombre. En varios reportajes Ortiz hace hincapié en lo decisivos que fueron esos años en contacto directo con la naturaleza. Esos grandes espacios de vegetación y fauna autóctona, en donde no era extraño toparse con el yaguareté, o escuchar el aullido, grave y profundo del aguará guazú, eran también el habitual refugio de perseguidos y marginales. Esos peligros reales, sumados a la imaginería de leyendas y supersticiones del lugar, son para el niño Ortiz una fuente a la vez de misterio y temor, de desamparo y de fascinación.

El vago pavor del monte cuando el cielo se cerraba sobre él,
lleno de largos brazos negros y de miradas lívidas,
de figuras de niebla, enormes, que flotaban, extrañas, sobre una ahumada plata…  
 («Villaguay», vol. I, p. 3o3)

Allí vivirá su primera niñez, irá a caballo a la escuela, ayudará en las tareas de la hacienda y absorberá la atmósfera que adquiere en su poesía una densidad maravillosa, llena de claroscuros. La experiencia del monte impregnará su espíritu para siempre.

[…] de repente me tomaba la noche. Eso es bravo. ¿Usted se ha encontrado en la selva de noche? Le aseguro que es bravo, impresionante. Las estrellas apenas ahí, es un resplandor nomás. No se sienten palpitar, como dice la gente. Las estrellas colaboran o se complican en una atmósfera de misterio. Es curioso, yo tenía un poco lo que puede llamarse miedo, pero me interesaba tanto sentir ciertos ruiditos, la presencia de ciertas plantas, que me demoraba allí lo más posible. (En: Tarsitano, op. cit.)


1904 – 1910

La familia se muda a Villaguay.

Villaguay es la infancia, las marcas indelebles de la civilidad primera. Una vez instalados en el pueblo, el niño Ortiz iniciará el camino de una sociabilidad singularísima: son de aquí los amigos («inclinados conmigo sobre el hondo paraíso común», vol. I, p. 3o4), las primeras lecturas hurgando en la Biblioteca Municipal, las charlas de su padre con Emiliano Carullas, Daniel Elías y el Dr. Yarcho, de la colonia judía, junto con el testimonio de los sobrevivientes de Caseros y la Guerra del Paraguay.

¿Dónde está mi corazón, al fin?
Ah, mi corazón está en todo. […]
Está en todo mi corazón pero allí estuvo también mi infancia. 
 (vol. i, p. 3o2)

El ambiente que Ortiz vive desde niño hasta casi adolescente en Villaguay influenció su percepción del mundo. En esa zona se habían asentado las colonias judías provenientes del centro de Europa, traídas por el Barón Hirsch. La inmigración de belgas, italianos y españoles se mezcla con los criollos de esta localidad. La utopía de una vida pacífica y comunitaria parecía posible en ese territorio en el que, junto con los últimos y viejos soldados de López Jordán, convivía el espíritu tolstoiano de personajes como el Dr. Yarcho. Ortiz recordará a este médico amigo de su padre, nacido en Minsk, Rusia Meridional, en 1863, que fue director de un rústico hospital en Villa Domínguez, desde donde atendía a la gente de la extensa Colonia Clara. En su elección de caridad y vida austera, Ortiz identifica a Yarcho con la figura de Tolstói: «Vi en mi niñez un santo?», dice en el poema «El doctor Larcho», «Y supe del dolor que iba a Domínguez como a otra Yanaia Poliana, / en peregrinación numerosa, bajo todos los soles y las nubes» (vol. i, pp. 514-515).

En ese Villaguay de antes del Centenario, donde la «historia viva» se narraba por boca de sus últimos protagonistas, y en donde los alcances del socialismo utópico podían convivir con la «fe nueva», fruto de la impronta judía, es posible advertir el germen de una forma de sentir, política y a la vez trascendente, que se irá desarrollando en Juan L.

Desde los ocho hasta los catorce años, irá creciendo como un niño ávido de contactos y experiencias, que sufre las heridas de algunos «amiguitos inocentes», y encuentra fortaleza en la lectura, en la capacidad para expresarse y en su resistencia física para las carreras.

En la escuela Bartolomé Mitre —donde cursa la primaria hasta sexto grado— muy pronto se destaca por sus conocimientos en Historia («a los nueve o diez años era una especie de “historiófilo”») y su habilidad para el dibujo («en los aniversarios me dispensaba de las otras tareas para que yo hiciese en el pizarrón a Moreno, Rivadavia, San Martín y Belgrano: el Cuarteto de la Revolución, como se decía entonces») (Tarsitano, op. cit.). En el poema «Villaguay», Ortiz evocará aquellos «25 madrugados y el olor del merino nuevo, azul, y el chocolate cálido en la escuela iluminada, / y la plaza bicolor toda cantada bajo el primer oro helado, / y las dianas a las puertas y a la patria, en fin, de “cuadros vivos” y bengalas…» (vol. I, p. 3o3).

También recordará a Amelia Podestá, la maestra de sexto grado, la «señorita Amelia» rescatada del olvido por su voz grave y sus «puros dedos de nácar», por leerles «al menos» a Chateubriand, a Roldán, a Mármol: «Delgada sombra allá, en el más allá, seguirás poniendo alas a los tiernos espíritus?» (vol. I, p. 3o3).

Pero el primer acercamiento de Ortiz a la literatura está probablemente en las palabras que, «escondido por ahí», escuchaba de boca de una de sus hermanas:

A mi padre le gustaba mucho que le leyeran de noche. Mi hermana hacía de lectora. Yo tenía 8 años y mi hermana era una moza de unos 2o años. Era una especie de comunión diaria, todas las noches, con la lectura, porque yo sólo estaba ahí, prestaba atención. A pesar de que al otro día me levantaba con el lucero del alba. (En: Tarsitano, op. cit.)

La hora de la siesta marcaba la inmersión en la lectura de la Biblia, que era para Juan L. una especie de aventura, «con su movimiento y su ritmo caminados como otras aguas por los pies milagrosos…» (vol. I, p. 3o4).

Y casi al mismo tiempo María, la novela del romanticismo americano de Jorge Isaacs que, por entonces, «nadie dejaba de leer», «las veladas leídas, con Manuel Acuña y Manuel Flores, bajo la lámpara amarilla, / más inspirados todavía, y más tristes y fatales todavía, en los labios de mi hermana / que suspiraba también a Jorge Isaac en aquel: “soñé vagar por bosques de palmeras”» (vol. i, p. 3o4).

Es a través de los amigos de su padre, en especial del Dr. Yarcho, que Ortiz oye los nombres de Tolstói, Turguéniev, Gorki y Gógol; «al otro día me iba a la biblioteca municipal y allí encontraba a muchos de esos autores». Y también es por Yarcho, quien le habla de la Revolución Rusa de 19o5, que empieza a interesarse por la historia, en especial por los hechos de la historia de su patria.

Ya en la escuela de Villaguay mi primera pasión fue la historia, que más adelante abordé sistemáticamente. Siempre me interesó comprender el problema de los caudillos, que es el problema nacional. Los caudillos son la reacción contra los intereses porteños. (En: Alberto M. Perrone, «La Meca literaria del continente», 1974)

Pero quizás, junto con todo eso, Villaguay siguió siendo la apertura a un misterio abismado en arroyos y ramas, la cañada, el baldío, los perfumes de los naranjales, o la noche en que en una ocasión «me llevara, con mano de azahar, hacia el país del vértigo» (vol. I, p. 3o3). Como antes en Montiel, Ortiz sigue en contacto con el monte cercano que rodeaba la pequeña ciudad.

Mientras hacía la escuela primaria yo era el candidato para todas las tareas; me mandaban a pastorear las vacas. Mis padres tenían una lechería, entonces, a la que iban los intelectuales del pueblo a tomar leche. La escuela elemental la hice en Villaguay; esto no me impedía estar continuamente con el pastoreo de las vacas en el monte. Eso fue para mí fundamental, porque allí aprendí tantas cosas. Aparte de eso el contacto con la gente de los ranchitos humildes, primero en los alrededores del pueblo y luego dentro del monte, al que yo solía visitar. La gente me decía: «¿Qué andás haciendo, gurí, a esta hora?». «Ando buscando una vaca, colorada, no la puedo encontrar», decía yo.

Pero ocurría esto: de mañana también había que ir a buscar las vacas. A la madrugada, con el lucero del alba. Tenía que buscarlas por todo ese monte, que era muy grande y muy enmarañado. Al volver, en el camino, entre los claros del monte, había unos ranchitos con las puertas abiertas, la gente tomando mate al lado de la puerta. Me preguntaba qué habría dentro y entraba. Lo primero que me topaba era el retrato de López Jordán. Volvía cuando el sol estaba rasante —todavía me acuerdo—; iluminaba parte de la vaca y parte de mi madre agachada, ordeñándola. Esa luz casi horizontal del amanecer me impresionaba mucho, porque se levantaba en ese campo mucho vapor. Entonces eso se irisaba, se hacía un mundo de un color muy tenue, hermoso: las vacas parecían una niebla. (En: Tarsitano, op. cit.)


1910

La familia de Ortiz regresa a Gualeguay y se instala en la casa «cerca del molino», sobre el camino que une la ciudad con Puerto Ruiz. Juan L. prosigue sus estudios en la Escuela Normal de Maestros.

Su vocación por el dibujo va en paralelo a su interés literario. Discípulo de Secundino Salinas, y de su hijo, Arquímedes Salinas, no pasará mucho tiempo hasta que Cesáreo Bernaldo de Quirós, copoblano y pintor reconocido, le ofrezca llevarlo a Roma para estudiar pintura, a lo que su madre se opone rotundamente.

La habilidad del Ortiz dibujante puede apreciarse en las viñetas de las tapas de sus primeros libros, en algunos paisajes dibujados a tinta y en la serie de retratos de personalidades de su ciudad encontrados recientemente en los sótanos de la Biblioteca Popular Carlos Mastronardi de Gualeguay.


1911 – 1912

Poco antes de recibirse de maestro abandona la escuela, en solidaridad con un amigo suyo, Carlos Gianello, peleado con el director del establecimiento. Ese acto de ruptura y autoafirmación quizás pueda leerse como el despunte de una incipiente convicción política. Adhiriendo a los movimientos radicales de 1912, Ortiz estrenará sus dotes de orador en apoyo de una de las puebladas transcurridas en el marco del llamado Grito de Alcorta. Ortiz vivió de cerca la agitación popular anterior a la asunción del radicalismo que formaba parte del clima social de Gualeguay y el resto del país.

Junto con Gianello —de quien Ortiz dirá: «fue la única vez que se me presentó la visión de genio…»— sacan un periódico y escriben la novela El alma en llamas, trabajos de los que hasta el día de hoy nada se sabe. Tiempo después, el suicidio de Gianello —«con un balazo encendido de romanticismo anárquico», dice Alfredo Veiravé— conmociona a Gualeguay.

Alrededor de estos años aparecen en el diario El Debate de Gualeguay, y en  otros diarios radicales y anarquistas locales, los primeros poemas de Ortiz, muestras efímeras de una poesía virulenta y combativa, impensados en el Ortiz que hoy conocemos.

Primero fue patriótica, muy poco tiempo, un sarpullido cuando el centenario. Después alternaba una poesía de corte romántico eminentemente becqueriana con una poesía, como se decía entonces, militante o revolucionaria. Pero a los 17 años ya se me planteó la opción. Después viene la cuestión revolucionaria con la pueblada radical. Era una poesía de imprecación rebelde, como se le decía entonces. (En: Juana Bignozzi, «La poesía que circula y está como el aire», 1969)

A esos poemas proclives a la arenga, a tono con su joven militancia pueblerina, se suma la lectura de ciertos románticos que, a pesar de no ser de su agrado («Había sufrido la poesía, diríamos interamericana o hispanoamericana, toda la influencia de los románticos españoles —que no me gustaban nada—. Zorrilla, Espronceda, etc. Desde ya, Bécquer era lo mejor», en José Tcherkaski, «Un monólogo de Juan L. Ortiz», 1968), lo abrían a cierta sugestión de la palabra, cierto halo de misterio que ya desde pequeño lo imantaba.

A los diecisiete años y en busca de «lo que se llama un poco de contacto, deseando o anhelando vida literaria», Ortiz decide conocer la capital.


1913

Ortiz viaja a Buenos Aires sin un peso, «a caballo, a nado, en bote» (Salvadora Medina Onrubia, «Un pintor y poeta entrerriano que quiere hacerse célebre», 1914), para vivir una vida itinerante en conventillos de Villa Crespo y en casa de una tía, hermana de su madre, en Avellaneda.

Vivía en casa de una tía que me daba cinco centavos para el tranvía. Con eso yo me compraba libros; cuando no me daba nada, los robaba. De noche, leía a la luz de una vela. Así conocí toda la literatura francesa y también la poesía erótica hindú, árabe, persa y griega. (En: «Juan L. Ortiz, el magnífico», Primera Plana, 1964)

Son dos años de intenso movimiento, contactos y amistades, una bohemia a veces solitaria, de mucho caminar, poco dormir, siempre al filo del hambre y viviendo con lo puesto. Ortiz es un adolescente «valeroso y temerario» que empieza a frecuentar el café La Brasilera, en donde se reúnen algunos escritores anarquistas como Alberto Ghiraldo y González Pacheco —«me tenían que regalar La Protesta porque me faltaba plata para comprarla»—, asiste como alumno libre a clases de literatura en la Facultad de La Plata, y cuando ya no sabe qué hacer deambula por los bosques de Palermo —donde en una ocasión un certero retrato de Bartolomé Mitre lo salva de que lo lleven preso por vagancia—, o va al Jardín Botánico a leer, a recordar los árboles de su provincia.

Asiste a la tertulia de Manuel Ugarte en la calle Rincón —ocasión en que lee un soneto sobre Isadora Duncan—, donde conoce a José Ingenieros y otros intelectuales del grupo.

Ugarte era un hombre amigo de los jóvenes y uno de los pocos que estuvieron alertas contra el imperialismo. A sus reuniones concurría toda la intelectualidad de entonces, pero además para mí tenían una especial atracción: había cigarrillos y, a veces, también comida. Después de mis noches en el centro tenía que volver hasta la calle Crucecita, por donde termina la avenida Mitre, en Avellaneda. Ese trayecto lo hacía caminando y sobre la madrugada. Calles de barro donde todas las noches despachaban a alguien. (En: Perrone, op. cit.)

A través de un tío suyo que trabajaba como redactor del diario La Nación, conoce a Rubén Darío.

Una tarde estaba yo merodeando por los despachos y lugares de trabajo del diario cuando me descubrió un tío que allí trabajaba de cronista. Yo me hice el desentendido y saludé tratando de parecer despreocupado. Pero él, dándose cuenta, me dijo con fina ironía: «Ah…, ya andás vos por aquí… estás esperando a tus dioses…». Y era realmente así. Aquella tarde y gracias a mi pariente hablaría nada menos que con Rubén Darío y su inseparable amigo Enrique Gómez Carrillo. (Ibid.)

+

De las traducciones chinas

«Despedida a Ortiz» es un bello poema que forma parte de la serie de traducciones que Ortiz realizó al regreso de su viaje a China. En la nueva edición de la Obra completa figura en la sección «La sombra de una flor. Traducciones de poesía china, 1957». Miguel Ángel Petrecca, autor del artículo «Las traducciones chinas de Juan L. Ortiz», que analiza las traducciones e investiga el viaje, restableciendo contactos y fuentes de escritores y funcionarios, no ha constatado datos sobre este poeta. Además, señala que posiblemente se trata de un poema de ocasión, y que Quo-Ing podría ser un alter ego de Ortiz.

Quo-Ing*

Despedida a Ortiz

Usted ha atravesado el mar
trayéndonos sus poemas como nubes que abren…
Nos ha traído usted
unos secretos, apenas de plata, de aquel río,
con no sabemos qué figura de su país entre los pliegues…

Hoy vuelve con las flores y las hierbas y las manos
del cariño de una ciudad
dividida en las montañas,
por el mismo río Yan Tsé, hojeado por Tou-Fou…
vuelve
hacia aquella ciudad, alta, asimismo, en sus noticias,
y seguramente clarísima
de sus ojos sobre las aguas y lejana, probablemente, algo lejana
de sus ojos sobre las islas…

Oh, si sus poesías, Ortiz, fueran una manta, allá, toda extendida
sobre los óleos de la profundidad
y las lámparas de sus montes y campiñas,
para defenderlos de las uñas que vienen todavía en el mundo con los
vientos…

Pero sus amigos están alegres
de que ellas sean, ya, lo mismo que piedrecillas que frotaran el cielo
en el camino de esos humildes, también,
el «paraíso» de nacimiento para los demás frutos del azul
en las encarnaciones sin fin…

Adiós, Ortiz…
Usted será para siempre otro latido
del corazón de esta ciudad, que sentimos, todos, verde…
Y conusted se van, a la vez,
en una compañía sin tiempo, palpitando igualmente con usted,
sus hermanos de Chun-King,
o sus hermanos en el anhelo de ir hasta la flor
que tiembla aquí, o allá, o más allá, en el espacio del «Tao»…

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Emblema de la edición

Sergio Delgado elige «Rosa y dorada» para establecer uno de los posibles modos de enfocar la obra de Ortiz; a través de un poema que concentra elementos desplegados en la obra; la permanencia y continuidad de su sentido le sirven de eje o imagen para organizar la nueva edición. Al respecto señala en la introducción: «[…] hay poemas que son como un microcosmos de la obra, que condensan su fuerza poética, como reteniendo y pausando la respiración, en un descanso antes de continuar».

Juan L. Ortiz

Rosa y dorada…*

Rosa y dorada
la ribera.
La ribera rosa y dorada.

Febrero,
y ya estás,
belleza última, en el cielo y el agua.

Etérea,
pero ya estás,
vapor flotante de un sueño
que parece de flor y es de un lúcido pensamiento
que se busca
y se suspende
mientras el cielo es un ardor sensible.

Por los caminos pálidos, entre la hierba oscura,
el alma es un olvido hacia una orilla eterna.



Links

Reseñas sobre la obra. «En el aura de un poeta sin igual», por O. Aguirre / «Juanele reeditado», por H. R. Campos / «El escritor que se convirtió en mito», por D. Gigena / «Juan L. Ortiz: el regreso», por E. Gandolfo
Entrevistas sobre la edición. «La belleza de lo inasible…», entrevista A Fabián Zampini, por C. Lezcano
Otros enlaces. La Biblioteca de Marcelo Leites / elortiba.org / Página de Poesía / Vallejo & Co.
Películas. Homenaje a Juan L. Ortiz (M. Contardi) / La intemperie sin fin (J. J. Grasurreta)


Créditos y agradecimientos

Gracias a Paola Calabretta, de prensa de UNL y Eduner, por su amable y eficaz colaboración; a Sergio Delgado y Mario Nosotti por su generosidad; y a las autoridades responsables de la edición por haber facilitado el material de lectura.
Todos los documentos utilizados en esta nota forman parte de la obra.
-Edición: J. Villa.