Diego Bentivegna

El pozo y la pirámide*

 

Al principio el ojo de la cámara
intenta capturar
el movimiento de las ramas, me decías. El objetivo
intenta registrar el bosque de caldenes, las hojas
del algarrobo que se mueven
de un modo casi imperceptible.
Hay poco viento. Son las diez de la mañana
y ya hace más de treinta grados. Como si el campo
con tan solo mirarlo se quemara.

El campo, la maraña.

En Santa Rosa, en la estación de micros,
vive una jauría. Desde el hotel oímos
aullar los perros, pelear
entre los residuos de la noche
por un pedazo de carne.
Los perros: lo primero que vimos
cuando bajamos en La Pampa.

Antes de salir esa mañana
para Victorica en la combi de las nueve
los animales estaban tirados a la sombra;
a esa hora el sol
ya era insoportable.

Lo creías: el objetivo de la máquina busca
registrar algún sector del bosque
(¿pero es un bosque?, los árboles son
muy bajos, muy chiquitos. Árboles rastreros:
más que un bosque,
alguno de los dos dijo, parece una maraña).

¿Será posible -preguntabas- registrarlo
con su ojo? Y son las diez apenas
y ya hace casi treinta grados.

La llanura parece un animal cerrado,
parece un todo, un círculo, con un leve declive,
casi imperceptible a la mirada. Las cosas, los objetos,
los autos y los camiones que nos pasan: todo lo que vemos
parece apenas suspendido sobe el suelo,
sometido a una pequeña levitación
como a vistos a través de la luz de los flamencos.

Los restos del bosque de caldenes
que antes cruzaba el territorio pampeano
desde el norte y entraba
hasta las salinas en Buenos Aires.

Pasamos por la rastrillada, el camino
que las reses robadas abrían hasta Chile.

En otra época a causa de la sal nacieron guerras.
Era otro mundo, eran otros pueblos, eran
otras lenguas.

Antes todavía, al llegar el invierno
los pueblos dejaban por un tiempo sus tierras
de montaña.  Emigraban -leíamos en el jesuita Falkner antes
de venir hasta la Pampa-
hacia las zonas bajas, cercanas a la costa,
al lado del mar. Miraban el océano en silencio
como se mira de cerca el borde de un abismo.

Los antiguos eran, leemos en los cronistas que los vieron
o que escucharon a otros que los vieron o que estudiaron sus relatos,
grandes caminantes. Eso en otro tiempo,
eso antes de que llegaran los caballos,
eso antes de que empezara
la guerra de las vacas.

 

 

Mientras sus propios cuerpos
servían de alimento a los perros y los pájaros
.

 

 

Para ir a la Pampa, Marcelo nos lleva en su auto
hasta Río Cuarto. Tomamos un micro
que viene desde Salvador Mazza, en el chaco salteño, justo
en la frontera con Bolivia. La ciudad más septentrional
de la Argentina, después supimos, no es La Quiaca.
La ciudad más septentrional de la Argentina
es la que recuerda al médico argentino
que ayudó a combatir el mal de Chagas.

El micro unía
esa ciudad en la frontera con Bolivia
con la localidad de Caleta Olivia, en el Chubut, en plena
Patagonia. En plena meseta petrolera.

Al sur de Río Cuarto empezaba, en el siglo XIX,
el territorio indígena; de allí salió Mansilla
para su excursión a los indios ranqueles.

 

 

No tenían libros sagrados, pero sus túmulos,
como en la Biblia las tiendas de Israel,
eran transportables.
No tenían por supuesto una escritura
como nosotros la pensamos; tal vez
ni siquiera sembraban,
pero marcaban la tierra con los túmulos.
Así armaban su tierra manuscrita.

Las zonas más bajas, cerca del mar,
eran para ellos las tierras de los muertos.
Si alguien moría en las tierras de montaña
las mujeres descarnaban el cuerpo con cuidado
y hacían un primer entierro precario,
levantaban una tumba provisoria.

Empiezan -escribe Falkner con su inglés jesuítico
vertido devotamente al castellano por Lafone-,
por eliminar los intestinos,
que se reducen
a las cenizas. Luego separan
la carne de los huesos con la mayor prolijidad posible.

“Después de haber secado bien
los huesos de los difuntos -cuenta Falkner-
los conducen a grandes distancias
de sus moradas, hasta llegar a las costas
del mar océano, y después de arreglarlos
como corresponde y de engalanarlos, los sientan
por su orden sobre el suelo, debajo de una ramada o toldo
que para el efecto han levantado”.

Más tarde, en una sección del año menos cálida,
cuando llegaba
el tiempo de emigrar, extraían los huesos
con cuidado de la tierra
y los cargaban con ellos hasta el borde del mar.
Migraban orientados por los ciclos animales,
-ñandúes, pájaros, venados (sobre todo
venados). Viajaban lentamente detrás de su alimento:
ñandúes, pájaros, guanacos.

Cerca del mar, entonces sí, depositaban
los restos de sus seres queridos en un lugar definitivo.

 

 

Entre esos pueblos, dice siempre Falkner
las tumbas eran pozos grandes y cuadrados,
“como de una brazada de profundidad”.
Los familiares y los allegados visten la osamenta de sus muertos
con sus mejores ropas, “los engalanan
con cuentas, plumas y demás”. Una vez al año
les cambian los vestidos.

Entonces tapan los pozos con ramas y con troncos. Una mujer
elegida entre las más ancianas de la tribu (la palabra
no es de Falkner, que por otra parte
escribe en un inglés jesuítico) se hace cargo
del cuidado de los huesos. Por su relación con la osamenta,
esa mujer está en contacto con los seres amados
y es escrupulosamente venerada.

“Su obligación
es la de abrir estas lúgubres moradas
todos los años, y de vestir y limpiar los esqueletos”.

Cada año los moluches celebraban
una pequeña boda entre los túmulos:
vaciaban
sobre las tumbas las tinajas
con la primera chicha del año.

 

 

Antes de la conquista, otros pueblos del sur
solían caminar sobre las tierras secas;
cruzaban la meseta patagónica
siguiendo casi siempre el mismo recorrido.

 

Los cuerpos de sus muertos descansaban
para siempre sobre la superficie de la tierra,rode
ados de los esqueletos de sus perros
y caballos.

Antes gimiendo y presa de dolores atroces
anduve en el estiércol del patio revolcado.

 

 

Ahora en la mitad de un campo
se levanta una pirámide de madera. La buscamos.
Es el monolito
que resguarda los restos de Mariano.

Para encontrar el lugar exacto
en el que alzar el monumento, dos mujeres, una más anciana
y su hija, descendientes directas del cacique
recorrieron Leuvucó, en el campo donde una vez
se levantaron las enramadas de los ranqueles,
las viviendas como grandes animales,
armadas con el cuero de las vacas
y con los tendones de las yeguas.

 

 

Ese día las mujeres horadaron con un palo
la tierra que pisaban, que medían con su paso,
que volvían a pisar después de años.

Las dos eran las sabias, las machis,
que entre la gente de la pampa y Patagonia,
como entre algunos pueblos de la India,
son un tercer género. Ni hombres ni mujeres,
tan solo machis.

En un momento el palo les indicó el lugar exacto
donde más debía levantarse la pirámide.
“Acá, dijo la anciana, la tierra del fondo está
más dura. Acá recuerdo que estaban los corrales.”

 

 

No leían el cielo, pero leían
la superficie de la tierra. Escribían danzando sobre ella.
Se orientaban
“por medio de los árboles,
y de las pajas, de las lagunas y los médanos,
especies de soles y de estrellas para el piloto
de las llanuras argentinas” (Estanislao Zeballos)

 

 

Cada cosa es un signo. Cada cosa, como en el mito,
significa.

Los signos son monumentos. La pirámide

es, tal vez, el signo de los signos.
La semiología puede entenderse
entonces como una ciencia general de las pirámides.

Perdón -nos dice Diego, que vive en Victorica, que desciende
de sirios libaneses
y que nos lleva en su camioneta hasta el monolito-
pero seguro
es más chica de lo que se imaginaban.

Pues todos, con inmensa congoja,
corriendo hacia el cadáver se agolpan en las puertas.
Y el cabello arrancándose, sobre el carro se arrojan,
para tocar, primeras, esa cabeza muerta.

Mariano, leímos una vez en Mansilla,
había rechazado una casa de ladrillos que le ofrecían
desde el gobierno. Él, sin embargo, prefería vivir como el resto
de los miembros de su pueblo, en un hogar de cuero,
precario y fácilmente transportable a través
de la llanura. En una casa
que pudiera moverse como un ser vivo,
que pudiera ser llevada casi en andas.
Así transcribe Mansilla
las palabras del toqui
en los Ranqueles.

 

Ahora los restos de Mariano se custodian
en una construcción cuadrangular de madera.
El pozo es el vacío, es la nada, el agujero
del sentido. La memoria es como un pozo. En el fondo
del pozo viven las huellas de los gestos, titilan ahí abajo
como en el recuerdo las imágenes
que lanza sobre la pared un proyector casero.

La pirámide en cambio
es la escritura, es el túmulo de signos. Cada signo pertenece
a la familia de las pirámides
“donde un alma ajena ha sido colocada y guardada”.

 

 

Los hermanos y amigos en lágrimas bañados,
recogieron gimiendo los huesos calcinados,
y los pusieron en una caja de oro…

 

“El tormento derivado de la ausencia de testimonio
nos recuerda la crónica
de la guerra entre los hititas y los hurritas,
poco anteriores a los griegos,
cuando el principal problema de los ejércitos que partían
con intención de enfrentarse al enemigo
no era la propia guerra
sino encontrar
a las tropas enemigas en medio del desierto.
Tal como se sospechaba, diferentes ejércitos,
tras no conseguir hallar al contrincante,
volvían e inventaban una guerra no librada,
y, por supuesto, una victoria inexistente”
(Ismail Kadare, La cólera de Aquiles.)

 

 

El tío de Acha tiene algo que contar. El tío
de Toay tiene algo que contar. El tío de Victorica
tiene algo que contar. El tío de Trenke Lauken tiene algo que contar
.

 

 

Sobre las paredes del enterratorio de Mariano
unos artesanos trazaron unas tallas,
unas pictografías que plasman los cuatro linajes
de los indios ranculches,
que miran a cada uno de los cuatro
lados que, para ellos, era el mundo.
Que miran a los tirantes del cosmos.

 

La pirámide ahora preserva los restos de Mariano.
La pirámide
ahora cierra un ciclo.

 

Un barrio, a unos veinte minutos del centro
de Santa Rosa; calles de tierra, algunos ranchos,
casas de material, un altar de la virgen, pintadas
electorales, algún kiosco abierto, una radio,
algunas flores tiradas por la calle:
recuerdos de provincia.

Ya son las once y hace unos treinta grados. No hay
ni una puta nube.

En el cielo se ven dos chorros, se ven
esos trazos que a veces dejan los aviones.

 

“¿Es un trabajo para la facultad?”

Ana María busca algo en la cómoda.
Busca, nos dice, su archivo.
Saca de un cajón una cajita. En la cajita hay varias cosas.
En la cajita guarda cartas. En la cajita preserva
fotos de ella joven; fotos de su madre, cartas de una tía;
una estampa de Ceferino, tuberculoso,
en Roma; algunas cartas.
No leo nunca, dice, no me atraen nada los libros. Mansilla
era un viejo mentiroso. Yo creo
en la memoria.

Nos pregunta
si somos “hermanitos”.

 

Lo trajeron de La Plata en un avión
del ejército, o tal vez fue en el Tango 01, ahora
no me acuerdo. Era durante De la Rúa. Pero él
debería haber vuelto acá por tierra.
Después de escaparse de Rosas, él había dicho
que nunca iba a dejar
su lugar de la pampa, la toldería. Las machis
decían que si partía, si él o si su cuerpo se iban,
entonces llegarían las catástrofes, llegaría un tiempo largo
lúgubre y oscuro.
Cuando murió, víctima de la viruela,
un lonko, ancestro de Mariano,
sacrificaron varias machis al borde del camino.
Pasaba el cuerpo del monarca por el campo reseco
y las viejas caían golpeadas por la piedra.

 

 

Cuando calló el sol, el día del traslado,
cuenta Ana María que los zorros gritaban como nunca,
que los zorros aullaban su regreso,
y hace un uuuuuuuuuhhh con la boca.

 

“En cambio brillaba un sol de enero
en clima mediterráneo, las arenas
reverberaban como una hoguera, los semblantes
estaban amoratados,
las gargantas irritadas y los caballos

profundamente chupados” (Zeballos).

Yo me llamo así, Ana María, como la virgen
y su madre, pero en realidad
tengo otro nombre.
Vivo un poco de la vida misma. Hago
también artesanías, tallas,
cositas con huesos de animales que me traen
mis amigos que viven en el campo.

Los tíos tienen algo que contar.

En San Luis asesoré a la provincia
sobre las creencias de los ranqueles,
sobre nuestras costumbres. Porque allá los del gobierno
armaron un pueblo de ranqueles. Levantaron las casas
de material, pero su forma
es la forma de los toldos
de los indios.

Las tolderías de cemento a esta hora
deben estar que queman
bajo el sol tremendo de la llanura.

Salíamos al campo con los chicos de la escuela,
nietos o bisnietos. Es la parte llana de San Luis,
la pampa seca. Les mostraba
los círculos, los pájaros que arman sus nidos
dando vueltas, el modo en que todo,
todo, todo es redondo, está siempre girando, aunque sea
con un movimiento muy lento.
Les mostraba los círculos.

Comíamos, decía Ana María, antes
el fruto del arbusto. Hacíamos, en un tiempo
de fábula, un tiempo anterior
a la catástrofe, hacíamos, dice, el dulce
hacíamos el dulce moliendo con paciencia la algarroba.
Cuando lo comías
era como tener azúcar en la boca.

 

Y ahora los campos que se incendian, y ahora
la llanura que se abrasa. Los árboles se queman.
La madera que se quiebra
enrojecida.
El fuego que crece por las ramas
como crece una perra
al borde de parir en el sertón.
La luz del día
que se enceguece con el humo:
la luz de la ceniza.

 

* Nota del autor.
Este texto surge en el cruce de dos experiencias: un viaje en un diciembre muy cálido desde la sierras de Córdoba hasta Leuvucó, en la provincia de La Pampa casi en el límite con San Luis, y la lectura de un conjunto de libros de diferentes momentos y tradiciones (Falkner, Mansilla, Zevallos, Kadare) que hablan del viaje al sur, del otro, del desierto y de la guerra. En diferentes etapas del viaje a Leuvucó, donde se encuentra hoy el monolito en el que se guardan los restos de Mariano Rosas, se recogieron algunos testimonios de miembros del pueblo ranquel. Algunos fragmentos de esos testimonios, a menudo sometidos a algún tipo de reescritura, junto a algunos extractos de los libros sobre el tema, han sido incorporados al poema.


Diego Bentivegna (Munro, pcia. de Buenos Aires, 1973)

Es traductor, ensayista e investigador académico. Tradujo, entre otras, obras de Pier Paolo Pasolini, Ugo Foscolo y Antonio Gramsci. Su libro ensayístico Paisaje oblicuo obtuvo el Primer Premio Municipal de Ensayo de la ciudad de Buenos Aires (2006).  Trabaja como docente en la UBA y UNTREF y como investigador en CONICET. Integra nuestro sitio, op.cit.

Poesía
Geometría o angustia, Valencia, Pre-Textos, 2016
La pura luz, Buenos Aires, Cabiria, 2015
Las reliquias, Córdoba, Alción, 2013
Viaggio in Italia (traducciones), Olivos, Sigamos Enamoradas, 2009

Ensayo
Rubén Darío: Caupolicán y la caza de la lengua, Caseros, Eduntref, 2018
La eficacia literaria, Buenos Aires, Eudeba, 2018
Castellani crítico. Ensayo sobre la guerra discursiva y la palabra transfigurada, Buenos Aires, Cabiria, 2010
Paisaje oblicuo, Olivos, Sigamos Enamoradas, 2006

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