El magún / Larisa Cumin

Reseñas / Narrativas

El Magún
Larisa Cumin
Buenos Aires, Rosa Iceberg, 2022


Un nombre para el pasado

Por Laura Ortiz Gómez

El magún es un libro raro, dulce y puntiagudo, que se devora rápido, pero se digiere lento. Se saborea. Es un libro en donde la experimentación y el trabajo con el lenguaje te toma la mano y te hace sentir de alguna forma en casa. Casi puedes tener en la punta de la nariz ese olor específico de la casa de tu abuela, de la tierra mojada o ese olor intransferible de tu madre. El Magún es al mismo tiempo una novela circular (que se muerde la cola), un poema en prosa, una colección de micro-relatos afilados, un arco narrativo tradicional hecho de retazos y un desdoblamiento del amor.

El magún podría ser un álbum de fotos. O mejor aún, la sensación de espiar las vidas de la madre en un álbum. La narradora niña frente a la niña que la madre fue, la joven narradora frente a la niña que la madre fue, la adulta frente a la niña que la madre fue. Y todas las combinaciones posibles de este desdoblamiento. Hay algo terriblemente conmovedor en ese gesto: en el de espiar a la mujer que la madre fue antes de que nosotras naciéramos. Es como mirar de frente una potencia y una herida. Un desbarrancadero. Un mundo, un pueblo, una tú.

Tú, vos, mamá, ma.

La narradora de El magún la interpela y se atreve a contar lo que la madre le ha contado. Así, la circularidad del relato no está solo dada de una manera argumental, (porque el texto abre y cierra en un cementerio), si no que también hay una circularidad de las voces. Contar lo que nos han contado es un movimiento doble. Un movimiento que se inclina a la memoria y que se toca con la inevitable pérdida.  Una circularidad paradójica entre el rescate del recuerdo y lo que se ha perdido para siempre.

Dice la narradora:
“Solo tu mamá podía conciliar el sueño en cualquier parte. Se sacaba el audífono y ya estaba. Se fue quedando sorda de a poco y desde joven. A medida que ella dejaba de escuchar, tu viejo hablaba, roncaba y tosía más fuerte. Esa sordera les salvó el matrimonio. Cuando le compraron el audífono todo la aturdía, todo era mucho, las conversaciones le parecían eternas. Durante años había escuchado de a pedacitos, y es por pedazos, ma, que yo te escuché todo esto. Por requechos que me contaste. Pedazos que tejo. Rescato. Esto alguien lo tiene que escribir, decías, si no se va a perder, y es un montón lo que se nos escapa. Los puntos se van abriendo como una carpeta redonda”

La hija rescata y recicla los pedacitos de historias, pero también pierde otros a través de la sordera del tiempo y de la vida. El tiempo que sería como la abuela, como quedarse sordo de apoco y desde joven. Pero la narradora escucha. Rescata, aunque sabe muy bien que también pierde: “Y vos ma, y Emi y yo, existimos porque saliste. Nada sería lo que es, sin el hueco de todo lo perdido, de todo lo que pudo ser, pero no”. Así, está narradora está todo el tiempo haciendo equilibrio entre la presencia y la pérdida. En últimas: entre la vida y la muerte.  Y ahí en ese espacio intermedio entre lo vivo y lo muerto, entre el recuerdo y el olvido, en ese espacio frágil y poderoso, en ese hueco, se cuela la poesía de Larisa para señalar la belleza.

El Magún es como un dedo de niña, señalando al centro de lo bello, atrapado en lo finito del tiempo. En lo tramposo del tiempo. Es un dedo que señala lo que ya no existe, pero existe: “Para los que pasan por la ruta, ese monolito que marca la calle principal no es nada, ni siquiera una entrada, y mucho menos un lugar del que cuesta desprenderse”.

Esta tensión, este desgarro. Es el espíritu del libro. Es el magún: “Me agarró un magún, me decís en esa lengua atravesada por el piamontés, y la boca se te tensa para evitar la mueca chueca que habla por vos cuando no querés hablar. Los recuerdos se te vuelven ácidos, pulposos, como las mandarinas criollas del patio de atrás de la casa de tus viejos. Llenas de semillas. Nunca perdieron del todo su verdor, y nunca pudimos dejar de comerlas”. En esa palabra la clave de una migración, de un dislocamiento, de una herencia. La posibilidad de decir algo preciso y difuso. Un nombre en piamontés para lo que no tiene nombre. Y tan eso, que a pesar de ser amargo o verde, es de algún modo dulce.

Y aunque todo esto suene metafísico y rimbombante, el libro no lo es. Al contrario, es un libro dolorosamente anclado en los objetos perdidos, encontrados y reparados con poxirán. La belleza se posa sobre lo más concreto y cotidiano: sobre un par de zapatos tirados a un árbol para escapar de ir a la escuela, sobre una muñeca que llega muy tarde en la vida, sobre poner moneditas en los rieles para que algo suceda. Para que suceda el impulso de huir de un pueblo que duele.

Larisa nos deja en punta con cada fragmento. Su escritura aguza la mirada. Captura como en una foto, el instante decisivo. Ese instante cuando todo está al borde de colapsar o de elevarse, de salir flotando. Nos muestra solo un momento, pero en ese minuto está contenida una historia que le excede. Un corazón de animal enorme que late, bajo un delicado fragmento.

Estos fragmentos que por sí mismos ya son perlas brillantes de río, se encabalgan unos con otros. Los objetos aparecen una y otra vez, y se van llenando de nuevos significados. La casa, las llaves, la mesa que fue puerta, las lápidas, los guardapolvos, la estampita de la Difunta Correa; se van imantando de nuevos recuerdos decisivos. Fragmento a fragmento, los objetos cobran una cualidad de talismán y sintetizan el entrecruzamiento del dolor y la alegría.  Este tejido simbólico, delicado y complejo, son como las carpetas de crochet que teje la abuela de la narradora. Detrás de estos fragmentos que refractan luz y que tienen la belleza y la fluidez de lo simple, hay un trabajo de gran precisión y complejidad, las historias se arrastran y van armando arcos narrativos.

El magún avanza fluido como un río, pero también es un sensible trabajo de ingeniería. Podríamos decir que es al mismo tiempo un río y su puente. Así, esta novela es capaz de contarnos muchas historias al tiempo: La historia de un pueblo, con su mitología interior. La pulsión de huir de ese lugar y la incapacidad de desprenderse. La historia de la hermandad entre las mujeres de distintas generaciones. La historia de la pérdida de la casa del abuelo de la narradora, en manos del tío abuelo. La historia de la pobreza y la vergüenza y la dignidad. La historia de los amores que se quedaron sin responder. La historia de ser hija. La historia de ser madre. Y entre líneas la historia del amor de una narradora por su madre.

Es una novela de amor. Amor a la madre. Amor a lo que amó la madre. Es hacer aparecer un pueblo para perderlo. Es una novela de pliegues, donde la hija-narradora, puede viajar en el tiempo y consolar a mamá: “Por primera vez tenías un jean nuevo de los que se usaban en esa época, clarito, alto en la cintura y acampanado abajo, te quedaba hermoso. Sentiste que era mucho para vos, ma, no lo era” . El texto se transforma en una máquina del tiempo, la narradora puede ir a visitar a la madre en su adolescencia y acariciarla con palabras. La narradora también puede conocerla más, escapar de lo que ella misma le ha contado y saber cosas secretas. Así, el libro también funciona como un medio para conocer a la madre bajo otras luces, otras texturas, otros olores. El libro como un método de conocimiento, que abre las capas de la madre, y en ese recorrido, en el viaje al origen, la narradora también se abre a sí misma. Para encontrar tal vez, a la nena de la portada. Recuperarla y perderla.



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Más textos sobre el libro. En Latfem, reseña por E. Pérez Tomas