Herminia Brumana: Textos de Tizas de colores

t_tizasdcolores_h_brumana♦ La Editorial Maravilla, de Villa Ventana, dirigida por Roberta Iannamico y Celeste Caporossi, inició en el mes de septiembre su actividad con la publicación del libro Tizas de colores, de la escritora y educadora Herminia Brumana (Pigüé, 1897 – Buenos Aires, 1954). Un encuentro fortuito con la obra de la autora en una librería de Pigüé abrió la posibilidad de la primera reedición del libro originalmente publicado en 1932. Brumana fue maestra, dramaturga, narradora y militante de inspiración anarquista. Desempeñó su actividad docente en su ciudad natal, el sur del Gran Buenos Aires y en la ciudad de Buenos Aires. Dio conferencias en los Estados Unidos y México sobre la actividad educativa y literaria. Colaboró con diversos medios gráficos de la época, entre ellos El Hogar y La Nación. En 1958, un grupo de amigos publicó sus Obras completas. Esta nueva publicación de Tizas de colores consistió en una edición artística de cuarenta ejemplares que fueron impresos sobre cuadernos escolares Rivadavia, desmontados para su impresión, ulteriormente regalados a maestras de Villa Ventana. La tipografía de tapa es de Walter Io Uranga. Se pueden conseguir ejemplares del libro consultando a la siguiente casilla de mail: editorialmaravilla@gmail.com; o a la correspondiente página de red social, aquí.

int_2_tizasdcolores_h_brumana♦ La obra en sí es un conjunto de crónicas concatenadas acerca del ámbito escolar primario. Nada escapa a la mirada de la maestra narradora, en particular aquellas convenciones y regímenes que siempre ocultan la injusticia que recae solapadamente sobre las clases populares. Para cambiar el punto de vista, y ejercitar un reclamo de humanidad e inteligencia, está la candorosa y enérgica respuesta de la maestra siempre dispuesta a descubrir la fragilidad del niño, la frialdad de la institución e incluso la ignorancia y el insuficiente compromiso propio. Tizas de colores quiere ser una nota discordante, justa, con la misma iluminación que pudiera tener la palabra de los niños de guardapolvos blancos; un recorrido por las escuelas de principios del siglo XX, que mucho tienen que ver con las mismas aulas en las que cada uno de nosotros hemos vivido. Un mundo sepia, humilde, pleno de necesidad de comprensión.

La Editorial Maravilla tiene planeado editar otras obras de Herminia Brumana. Mientras tanto, ha iniciado ya la colección de cuadernillos de poesía en la que fueron publicados los títulos Crash de Alfredo Holzman Gelinger, Pozo (canciones para perros) de David Wapner, Poemas peronchos de Natalia Molina y Tendal (reedición) de Roberta Iannamico. También proyecta la publicación de una serie de cartas de escritores y una colección de poesía para chicos.

 

Selección de los episodios iniciales de Tizas de colores

IMPRESIONES DE LA ESCUELA

CANTINAS ESCOLARES

La puntualidad no es, precisamente, la característica criolla. A las maestras corresponde crear ese hábito en la generación nueva. Por eso en el reglamento interno de cada escuela ocupa un lugar primordial el asunto «puntualidad», y se ha establecido que, pasados cinco minutos de tolerancia después del toque de campana para entrar a clase, todo alumno que llegue será considerado como «tarde» y anotado en un cuaderno especial. Dos veces puede disculparse su falta. La tercera ya no es posible y se castiga dejándolo «después de clase» en penitencia.
¡Después de clase! ¡Quedarse en la dirección. donde lo ven todas las maestras! Y quedarse mientras los demás chicos se van corriendo,  jugando, charlando!

 

LA MENTIRA SALVADORA

A mí me hacen mucha gracia los pretextos, las excusas, las mentiras que inventan para salvarse del castigo.
Algunos quieren mentir como grandes, pero ellos ignoran que yo también mentí cuando chica, con sus mismas palabras, con sus mismos gestos, con su misma seguridad.
Cuando el  recurso de «en el reloj de mi casa eran las siete”, o el de «mi mamá se levantó tarde», ya no surte efecto. entonces. todos, sin excepción, recurren al «mandado” a la farmacia.
¡Cómo no me van conmover a mi con el cuento del hermanito enfermo!
—Tuve que ir a la farmacia.
— ¿A comprar qué?
(La réplica no tarda:)
—A comprar aceite de castor para mi hermanito…
(Otras veces es manzanilla…)
—¿Qué tiene su hermanito?
—Dolor de «barriga».
—Míreme, míreme bien.
(Los obligó a alzar sus ojos hasta los míos. Pobrecitos chicos de mi corazón: no se necesita ser adivina ni gran psicóloga para saber cuándo mienten. La inocencia tiene la mirada tan clara, tan pura, que la mis insignificante sombra la empaña).
—Vamos a ver —le digo— ¿Por qué me engaña? Usted no fué a la farmacia. Usted vino despacito, y se puso a jugar en el  potrero…
Al final siempre los perdono.
(¿Hay un placer  más grande que perdonar a las criaturas? Es una dicha sentirse dueña absoluta de esos chicos, poder hacer de ellos los seres más desgraciados de la tierra —¡quitarles  el recreo, dejados después de hora!— y perdonados con un «gesto magnánimo y noble”, que ya se quisieran para sí los reyes perdonando la vida a uno de sus súbditos. Tanto me gusta perdonarlos. que, a veces, me horroriza la idea de que todos pudieran portarse bien y llegara un día de clase sin tener que perdonar a nadie. Decididamente, es bueno que estos chicos me hagan, de cuando en cuando, alguna diablura… ).

 

LOS DOS HERMANOS

Sin embargo hay días que me propongo ser inflexible, y escarmentar así a los impuntuales.
—Hoy no me van a conmover con el cuento del hermanito enfermo, ni del papá, ni de la mamá, ¿Me oyen? Se quedan dormís de clase, y no un momento: se quedarán hasta las dos de la tarde.
Y no les permito que se defiendan ni que insinúen siquiera tina excusa, porque yo conozco bien este «elemento», y sé que si los dejo hablar, con el cuento de los enfermos me convencen.
Por eso están después de hora, hoy, llorando con todo desconsuelo, estos dos hermanos: la chica de segundo grado y el varón de primero.

 

¡NO ES PARA TANTO!

—Bueno, basta de llantos. ¡No es para tanto!
Y para que no lloren y para escarmentarlos, les endilgo un soberano discurso:
—¡Muy bonito quedarse después de hora! La mamá estará esperándolos en la puerta, mirando con miedo de que les haya pasado algo. A lo mejor les habrá hecho una rica comida: bifes con papas fritas y huevos…
(El varoncito ha dejado de llorar, y mira a su hermana.) Yo prosigo:
— Así van a tener que ir cuando esté la comida fría.
Y agrego con un tono despreocupado:
—Y bueno… total… han tomado la leche esta mañana…
(Ahora es la chica quien mira con sus ojos llorosos.)
—¿No es así?— insisto.
—Es que no tomamos leche.
(¿Cual de los dos lo dijo? Yo he oído eso y todo mi discurso se ha venido abajo.)
— ¿Por qué no tornaron la leche hoy? —pregunto severamente, como para deshacer con mi tono frío una posible mentira…
—Porque la leche la toma mi papá cuando va al trabajo.
—¿Y ustedes? ¿Y su mamá?
—Nosotros comamos un mate, y mamá también, antes de ir a la fábrica.
—¿Va a la fábrica?
—Sí;  y ella no viene a casa a comer porque le queda muy lejos. La llave se la deja a la vecina para cuando nosotros volvemos.
—¿Y quién les hace la comida a ustedes?
—Comernos en la Cantina Escolar, y si tardamos no habrá sopa… Y rompe de nuevo a llorar la chica.
—Así que…
Empiezo, pero ¿qué voy a decir? Yo en estos casos no sé decir nada, nada. Me olvido de la penitencia, me olvido que peligra mi «autoridad» si contrarío la orden dada: «se quedaran hasta las dos». Me olvido del reglamento, de la puntualidad, del deber…  Todo se esfuma: frente a mi corazón hay dos chicos que por todo desayuno —¿Quién dice que las criaturas deben tomar leche, pan y manteca, miel, frutas, harinas, vegetales?— han tomado un mate, y que ahora van a comer a la Cantina Escolar.

 

¡VAMOS!

—Bueno, pueden irse por hoy. Vamos, yo también voy a ir a la Cantina.
Y nos vamos los tres, yo en el medio de ellos, tomándolos de la mano al cruzar las calles. Cuatro, cinco  cuadras.
Ellos se han olvidado de la penitencia, del hambre, del llanto. Se ríen y juegan.
Yo voy ensombrecida.

 

LA CANTINA ESCOLAR

Al frente, en sus ventanas, esta inscripción:
«Aquí se da de comer gratuitamente a toda madre que cría,  y a los escolares comida y el vaso de leche».
Entro. Mesas, bancos, un montón de niños con el blanco guardapolvo salvador. Otros más pequeños. Y mujeres también, muchas mujeres con niñitos de pecho en las brazos.
Comen, todos comen con deleite el gran plato de sopa que les dan. Unos, los más audaces, tienden eI plato vacío a la señorita que les sirve:
—¿Puede darme más?
Cuando el plato vuelve lleno nuevamente, brillan los ojos de alegría.
Trato de no ser vista, pero me descubren.
—¡La señorita! ¡La señorita!
¡Cuántos alumnos de mi escuela! Veinte, treinta, más quizá.
Los más chicos me sonríen y me llaman. Los mayores —hay de tercero y cuarto grado— se avergüenzan de su pobreza, de que los vean comer una sopa que no es  ellos, sino de los otros, de los que tienen mucho y se la dan!
Y a mi me sube el calor al rostro, de vergüenza también y de indignación.
—He venido a ver cómo se portan —explico, por decir algo. Y me quedo mirándolos un minuto más.
El «sandwich» de pan y queso o dulce que les dan de postre es cuidadosamente guardado por algunos. ¿Para saborearlo luego? ¿Para llevárselo a algún hermanito?

 

¿CUÁL DE ELLOS SERÁ EL ELEGIDO?

Si, la Cantina Escolar cumple su cometido, satisface el apetito de estos niños y de estas madres que crían. Pero ¿eso puede dejarnos tranquilos? Esa limosna de comida ¿no es más dolorosa y denigrante para nosotros que la damos que para quienes la reciben? ¿No sería lo justo que todos tuvieran comida en su casa?
Al salir los miro por última vez, inclinados ávidamente sobre el humilde plato de sopa. Siento amargor en los labios, y lo que es peor, amargura en el corazón.
Y para no irme con esta angustia, hago surgir del fondo de mi pesimismo una idea optimista, radiante, llena de luz:
¿Cuál de estos chicos será el elegido? ¿Cuál de ellos será un gran artista o el inspirado poeta, el austero sabio, el mejor ciudadano? ¿No saldrá de aquí el orientador, el que encienda la antorcha de la libertad y la justicia para todos los oprimidos?
Casi siempre surgió de la pobreza, de estas cabezas inclinadas sobre un plato de sopa humilde, el elegido… ¿Cuál de ellos será?
—¡Hasta mañana, señorita! —oigo que gritan aún.
—¿Sí, hasta mañana, chicos! ¡Hasta mañana!

 

¡USTED NO CANTA!

Esta señorita que enseña canto en una escuela primaria sabrá mucha música, tocará muy bien el piano, tendrá un educadísimo oído musical, un extraordinario gusto artístico, una refinada sensibilidad, pero no tiene alma de maestra e ignora en absoluto la delicada psicología infantil.
Y yo sé por qué lo digo: está enseñando un canto a los niños de segundo grado. Una canción bonita, sencilla y emotiva.
Todos la han aprendido y a los chicos les gusta cantar. Pero hay un varoncito vivaracho y simpático que tiene voz gruesa. No desentona, apenas si se nota en el conjunto su voz de futuro bajo.
A la señorita que enseña canto le horroriza esa voz. Ella con su exquisito oído musical, con su refinamiento artístico, ¿cómo podría permitir ese crimen de leso buen gusto?
Y ordena secamente:
—¡Usted, no canta!
Y como el chico la mira extrañado, preguntándose a sí mismo qué falta habrá cometido, qué error pudo deslizarse en su comportamiento, la señorita explica:
—Ud. no canta; tiene la voz muy gruesa.
¡Extraña manera de enseñar canto! Ridícula orden que revela de cuerpo entero, la falta de comprensión de la señorita.
Precisamente ése, el que más mal canta ha de ser el que más necesita practicar.
No se trata aquí, en las escuelas, de presentar coros artísticos intachables: se trata simplemente de desarrollar el gusto de los alumnos.
¡Sabe la señorita el mal que le hizo a este niño con su orden estúpida y antipedagógica?
El chico quedó mortificado, empequeñecido ante los demás. A él le gustaba cantar. Los días de canto regresaba a su casa y con toda alegra hacía oír a su mamita la canción aprendida.
Ahora ya no cantará más, tiene… fea voz.
Sus compañeros, cuando oyeron la orden lo miraron burlones. Las chicas —¡esas chicas que están siempre dispuestas a reírse de los varones!— lo miraron también…
Y mientras los demás niños reanudaron el canto, él permaneció ahí silencioso, avergonzado, dolorido.
Esta señorita ha hecho hoy un grave mal. Ella no se lo imagina porque no tiene alma de maestra, porque no sabe ver a través de los ojos de los chicos.
Será, lo repito, una gran música, todo lo inteligente que se quiera, pero para andar entre los chicos no se necesita sabiduría sino tacto. En la escuela no precisamos técnicos sino corazones.
Un chico es una cosa demasiado delicada para que pueda manipularse sin cuidado.

 

LA ALEGRíA DEL OFICIO

Y usted ¿qué va a ser cuando sea grande?
Hice esta pregunta en un tercer grado de cuarenta niños.
Unos, los más, me respondían con un «no sé» vacilante, tímido, que me caía en el corazón duramemte.
(¡malo! ¡malo! —pensaba yo—. Estos chicos indiferentes, no tienen vocación ninguna, no tienen entusiasmo. Serán cualquier cosa, lo primero que salga. Seguramente estos niños vienen de un hogar donde el trabajo —por mal remunerado, por excesivo— se considera una maldición).
Otros contestaban:
—Seré mecánico…
—Seré maestra.
(Es probable que cambien de vocación. Yo, cuando chica decía con todo aplomo que sería escultora. Apenas sabía escribir, y debajo de mi nombre añadí: “Escultora». Lo ponía asi, como un título, y anhelaba ardientemente llegar a esculpir. La vida luego me señaló otro camino, y aquella criatura que soñaba hacer grandes esculturas, no sabe moldear la más sencilla fruta.)
Al fin conseguí la respuesta deseada. Un niño me respondió, brillándole los ojitos vivaces:
—¡Carpintero, como mi papá!
¡Carpintero, como mi papá!
He aquí que este chico siente la alegría del oficio paterno, porque seguramente su padre será de los bienaventurados que trabajan con cariño.
He aquí la respuesta que yo quería, porque me revela que el padre de esa criatura es un hombre honesto, que ama su trabajo y pone en él lo mejor de sí mismo hasta contagiar al hijo, ennobleciendo así, aún más, la fecunda obra que surge de sus manos creadoras…
Y si eso se requiere hasta para los más sencillos trabajos manuales, ¿cómo no será necesaria para el maestro la alegría de su oficio?
Una maestra sin vocación, es el espectáculo más triste que pueda concebirse. Concurre por obligación a la escuela y llega a odiar a los niños que se le confían para su educación.
No siente la alegría de su trabajo, que es pesado,  sí,  pero fecundo en goces espirituales.
Envejece y enferma odiando todo lo que debe hacer día a día, y su desagrado se refleja en la más pequeña de sus acciones. Y lo notable es que ese maestro, amparándose en el apostolado que del oficio hicieron sus antecesores en tiempos en que ser maestro era símbolo de inteligencia y modelo de integridad, quiere conservar los mismos derechos que aquellos.
Quiere tener el derecho al respeto, a la consideración de las gentes, al cariño de sus alumnos, a la satisfacción del descanso, pero olvida que esos derechos deben ser comprados —como todos los derechos— a precio de oro con deberes: el deber de la asiduidad, de la modestia en el vestir, del sacrificio en el placer, de la ternura y la comprensión en todos sus actos.
¿De qué derechos pueden hablar algunas maestras hoy, si son las primeras en pisotear su dignidad para obtener un empleo, si no vacilan en denigrarse para ascender, si, una vez en posesión del puesto, tratan de aprender, antes que el divino arte de enseñar, la manera más cómoda de “pasarla bien», engañando a esos treinta niños que llegaron a ellas ávidos de encontrar maestras y no enseñadoras a sueldos?
Antes, al hablar de una maestra, se hacía con respeto. Se rodeaba de cierta aureola de virtud, se cercaba con un poco de cariño su figura, se descubrían la almas a su paso porque ella lo merecía. Ahora el almacenero de la esquina se permite sonreír despectivamente al paso de alguna maestra, porque sabe cómo ha obtenido su puesto, y, hace chistes de «la gran vida» que se pasa la maestrita eternamente en vacaciones y recreo.
A tal punto ha llegado la degradación moral de la escuela, que ni se disimulan los favores. La política se ha enseñoreado en tal forma que, a  su sombra, se cometen impunemente atropellos y ruindades.
Las maestras mismas son victimas de este estado de relajación; pero ¿quién, sino ellas, tienen la culpa?
La escuela debió ser torre de marfil cerrada a todos los malos vientos de la calle; pero si las mismas maestras, en su ambición, abrieron la ventana para asomarse al exterior y mezclarse a él, es lógico que el polvo de la calle haya penetrado a montones, enturbiando el aire e infectando el ambiente.
Las maestras que no aman su oficio más que en virtud del sueldo que obtienen, maestras sin vocación, son un peligro para la sociedad. Son criminales que matan los espíritus infantiles en flor.
Ellas cierran, en la sordidez y la avaricia con que dan los conocimientos, toda expansión a la mente de las criaturas ávidas de saber. Son maestras mecánicas que cumplen con su horario por temor o estímulo del superior, pero nunca por satisfacción propia.
Crimen de lesa niñez. Y las hay a montones. Y no vacilan en tomar a su cargo cuarenta niños hasta que la hora de la jubilación —de la liberación para ellas!— señale el fin de la labor nefanda.
Maestras que se avergüenzan de su profesión, ignorando que enseñar con amor es la más noble de las profesiones.
Y así, sin sentir la alegria del oficio, son fatalmente maestras sin personalidad.

 

LA PERSONALIDAD DEL MAESTRO

De la falta de vocación surge la ausencia de personalidad.
Iguala entre sí las maestras, mecánica su enseñanza, tendientes siempre a nivelar el paso, a nivelar las actitudes, y los corazones. Me remito a los niños para deducir.
—¿Con qué maestra estuvo el año pasado?
—Con… con…  No me acuerdo la señorita.
_¿y en segundo grado?
_ …
_ ¿ Y en primero?
_¡…!
¡Horror! Antes, cuando las maestras no tenían vergüenza de serlo, los chicos se acordaban de su maestrita de primero, de la señorita de segundo…
Da pena pensar, que de seguir así, un día llegará en que las maestras puedan reemplazarse por un muñeco mecánico con discos seriados y una máquina de proyecciones.
Oprimiéndole un botón, ese muñeco explicaría el descubrimiento de América, la orografía de Buenos Aires, las partes de la planta, y en realidad, los niños saldrán ganando, porque algunas maestras son simples enseñadoras a sueldo, sin personalidad, sin conciencia de su misión.
Luis de Zolueta define la personalidad, sencilla y admirablemente, en este párrafo que no me resisto a transcribir:
«¡En qué consiste una personalidad completa y elevada? No es ningún secreto: entendimiento claro, abierto a todos los vientos del espíritu, a todas las corrientes del pensamiento; sentido estético, moral profunda; amor y simpatía hacia todos los hombres; tolerancia, que es la virtud de nuestro tiempo. También necesita el maestro espíritu de ciudadano. No formará ciudadanos quien no lo sea, quien no se interese por los grandes problemas nacionales y sociales, quien no tenga sensibilidad para percibir la vibración de las ideas en el ambiente contemporáneo. Y luego religiosidad, sí, religiosidad, confianza en que el triunfo definitivo es del bien, en que los hombres y los pueblos no se sacrifican en provecho de la nada, ni se pierden en el vado; fe en que el último de nuestros actos, como nazca de una buena intención, tiene un valor universal y un sentido eterno».
He aquí descripta la personalidad de una manera sintética, y coronando ello, la palabra de Herder, en una conferencia sobre «De la gracia en la escuela», pronunciada en 1765, y que dice:
«¿La gracia? Llámenla ustedes encanto, decoro, hermosura, donaire, simpatía, agrado, amabilidad; todo esto son partes, grados, caracteres de la gracia, sin que ninguno de ellos por separado agote plenamente su concepto. Lo que los griegos designaron con el nombre de Venus, lo que el maestro de belleza —Platón— descubrió como la seducción de las ciencias y el incentivo de la virtud; la bella naturaleza que llevan en sí los verdaderos sabios y los buenos; esa diosa incomparable quiero yo ahora mostrarla bajo las formas humanas de un maestro y su discípulo, introduciéndola en la escuela, en el lugar en que los muchachos, todos en la edad de la gracia, esperan recibir su educación. La escuela no es ya escuela: es un jardín encantador. El maestro marcha con el rostro alegre, entre sus amigos que le confían el alma. Se vuelve con ellos muchacho, y les enseña las ciencias del modo que cuando niño hubiera querido aprenderlas. Es su camarada, trabaja con ellos y los inflama con su entusiasmo, lo mismo que un carbón ardiente enciende a los demás. La escuela es lo que fué para los romanos; «ladus» pasatiempo; lo que para los griegos: «gymnasium», lugar de ejercicios, donde los niños, puros como la aurora y lozanos como las Gracias, se animan mutuamente y se desarrollan y resplandecen como flores».
Pero para no —terminemos el pensamiento de Zulueta y Herder —deben las maestras sentir la alegría del oficio, adquirir una cultura general digna de un estudios, renovarse día a día y marchar a la vanguardia de los ideales humanos, atento el corazón al más pequeño dolor de los hombres para comprenderlo, para perdonarlo, y si es posible, para mitigarlo.

 

Otras obras de Herminia Brumana.

  • Palabritas, 1918 (lectura para grados superiores)
  • Cabezas de mujeres, 1923 (textos dedicados a la formación de la mujer)
  • Mosaico, 1929 (texto sobre la docencia)
  • La grúa, 1931 (relatos)
  • Tizas de colores, 1932 (crónicas sobre la escuela)
  • Cartas a las mujeres argentinas, 1936
  • Nuestro Hombre, 1939 (texto sobre el Martín Fierro)
  • Me llamo niebla, 1946 (relatos)
  • A Buenos Aires le falta una calle, 1953 (relatos históricos)

Links