Marcelo Rizzi. El cultivo de sí como un árbol de costumbre

El cultivo de sí como un árbol de costumbre
Marcelo Rizzi
Buenos Aires, Barnacle, 2022


Marcelo Rizzi explora el presente desde un tiempo distinto, o desde palabras que envuelven un pasado pictórico, aldeano, preindustrial podríamos decir; pero leyendo en su simbología los mecanismos esterilizadores que conducen a hoy. Por eso, la poesía de este libro pende del presente inmediato, de transcurso indescifrable y a la vez en buena medida ya realizado en la relación entre la escritura y las cosas. El rito de un universo antiguo y literario se define por la trama, el recorrido insistente y siempre biselado que hace la arquitectura del poema. Una arquitectura de espejos que el paso de la letra va iluminando y en ello fijando un movimiento. Podríamos decir que la voz se pronuncia como desde un fin de la historia, desde una ciudadela de códigos que ha agotado su capacidad de rehabilitación. El tiempo diferente que utiliza Rizzi sirve de velo para que la belleza sea y las cosas puedan continuar su dispersión última, sin negar la dicha de haber existido.

José Villa


Poemas

El cultivo de sí como un árbol de costumbre

La ventriloquia supo presentarse alguna vez como un arte locuaz del doble y su reverso. Hoy apenas si sabemos qué lugar ocupa cada personaje en el centro de ese templo en ruinas. Algo similar a un tiempo mítico incalculable nos refieren esas cabras y becerros cuando se los oye gritar en el instante previo al rayo exuberante que precede la gran explosión. Tal vez solo existamos ella y yo cuando nos preguntamos por el olor a catedral que invade la cocina. Parecemos aquellos dos amantes del verano que no dejaban de leerse desde la palma de la mano un antiguo evangeliario, o ese libro sobre la forma que adquiere toda súbita y nocturna embriaguez.

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No parece dar a otra sala esta puerta del ensueño, pero sí hay mayor libación en los detalles funestos, jactancia en los manjares cocidos de un banquete primordial. Sin dejar apenas una huella se encamina hacia el patíbulo del día aquello que fuera hasta ahora origen y fin. Si ya se han repartido puerta a puerta las sobras como si fueran ofrendas, seremos los últimos y no los primeros de estos grises sumideros. Tal vez nunca haya sido tan creíble como ahora la creación del mundo a partir del polvo en el alféizar, o por el vino de extravío derramado a que huele hoy todo en este lugar.

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Si verlo todo de una vez para olvidarlo luego en un instante ha sido un afán inmemorial, quizá esa piedra que aún se enfría y se porta en ocasiones en el bolsillo del gabán pueda informarnos de algo todavía. El día en que las altísimas temperaturas superen al cuerpo en sus ambages, grises inquisidores obtendrán frutos de sus válvulas, le inyectarán novísimas intoxicaciones, lo someterán a inéditas plagas. Será incluso hablado por dentro con sagradas luminiscencias. Y allá donde no hay nada todavía habrá un bosquecillo mañana. Allá donde tan solo crecen sin nosotros unas cuantas hierbas anuales habrá un árbol con su néctar salvaje, y también, quién sabe, un campo anegado, sembrado con plantas de arroz.

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Se escribe en la soledad de un laberinto, se lee un manual con viejas instrucciones. Abundan los ejercicios adivinatorios en lo que es una ciudad amurallada y que hasta ayer fuera cantera de un mármol sutilísimo. Se sutura la herida originaria de arma blanca, se la higieniza con agua de albur. A metros del lugar se enciende una fogata de invierno; aún si fuesen mujeres entrando y saliendo de una danza, es impensable esa abundancia de llamas que ahora se elevan hacia el cielo. Acaso ya resulte inútil descifrar los amuletos de esos hombres que seguirán así cautivos, también esas esferas en reposo, o esos trozos de caña en forma de cruz.

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Habrá que conservar por muchos años como en un cajón de armario los fragmentos del eros de cada revolución. Ese quizá sea el minuto de toda historia que luego se narra, que se parece al tañer de una campana que anuncia que jamás hubo deuda, nunca donación. Así, como en esa turbulencia del agua, el reverso del fuego al abismarse en la última cascada. Así dos cosas que se han de construir a la par: una desde los cimientos hacia abajo, hasta esa loca raíz enmohecida; la otra, desde los escombros, hasta alcanzar la parte superior del madero o de la parra.

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Ya está otra vez allí la arboladura del que encalla. Quema laurel seco en un cuenco, habla en el albor de su vejez, propagando la nueva de que los pájaros arborecen, que quedan noches vacantes —se saltea pasos en la demostración. Cierra los ojos un instante y oye todo como si fuera un acordeón, un clavecín. Vasto es el territorio y esos lagos susurrantes que se parecen a un mar. Yo te libero de los mitos de tu cielo estrellado, parece decir, que hay un manjar a los pies de cada menhir, un círculo de piedras en mitad de la ciudad para el viandante cansado.

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Hay un océano alrededor de la palabra océano, nos invita a pensar cómo es un sueño por dentro: un viento que nos arremolina y nos lleva en volandas por encima de la tierra, desde donde vemos la gracia inmóvil de la espiga, sobran los dedos para enumerar las líricas de un cerro. La espina dorsal del tiempo se recuesta a veces sobre esta plaza. Para el único transeúnte de negro maletín que la atraviesa quizá ya no signifique nada. No vas a poder volver a la casa esta noche, los caminos están cerrados, será esta vez el desierto la única vía de acceso real.



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