Perros de poesía / B. Belloc, S. Ocampo, J. Giannuzzi, E. Dickinson y otros

Una colección, breve y circunstancial, que recorre episodios, observaciones, mitologías y trabajos protagonizados por perros. Una primera antología, que dio origen a esta publicación, fue hecha por Mercedes Araujo en una jornada para amigos de FB; la otra, por Roberta Iannamico y José Villa, agrega algunas apreciaciones sobre los mejores comediantes de la comedia divina. Textos de Bárbara Belloc, Silvina Ocampo, Patricio Foglia, Juan Fernando García, Lucio V. Mansilla, María Moreno, Clarice Lispector, Roberta Iannamico, Joaquín Giannuzzi, Laura Wittner, Horacio Castillo, Emily Dickinson, Diego Vdovichenko y Leonardo Pez.


Algunes perris escritos (y mirados)

Selección: Mercedes Araujo

Como el perro…

Como el perro que persigue su cola antes de echarse, lamiéndose, rascándose el lomo con los dientes mientras gira, girando como la falda de un derviche. Como el perro que persigue su cola y sin voluntad repite la figura del ouroboros mítico, ignorante de la leyenda del retorno de Ra y del significado de lo que hace porque la pureza es un mito.(1)

Como todos los perros que hemos visto y conocido. Como una nube con dientes que se come el cielo visible desde aquí, desde cualquier punto. Como un punto gris que es el símbolo del caos como no-concepto. Como el ojo de la tormenta cuando se abre y permanece momentáneamente en su esplendor, que es tal vez el de la devastación próxima o remota. Como el palo que se frota en círculos, rápido, para provocar el fuego y cuya huella será ceniza en la ceniza, un anillo dentro de otro anillo y así sucesivamente. Como un recuerdo fundido en la materia de un objeto. Como un objeto perdido en la memoria.

(1) Hélio Oiticica, “Penetrable PN2” (1967).

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Cristóbal de Licia….

Cristóbal de Licia, mártir del siglo III y santo patrono de los viajeros y el granizo, habría sido bautizado en la magnífica ciudad de Alejandro. Habría nacido en África del norte, en los territorios móviles del Tamazgha o en la Media Luna fértil, primogénito y gigante. Y habría sido un cynocéfalo (con cabeza y rasgos físicos de perro) o de alguna de esas subespecies, a causa del prodigio natural tan frecuente en esas regiones o en castigo por su belleza lobuna, encarnada en una figura de hombre enorme, de suavidad salvaje y brutalidad semisalvaje, tentadora para los ejemplares del otro sexo y las aguas femeninas de los ríos que él cruzaba mordiendo el aire, los remansos tramposos que olfateaba mientras cargaba a los creyentes, uno por uno, a través del tamiz del río. Hasta que se presentó en la orilla el propio Cristo infante, aseguran las versiones no canónicas, el peso más pesado, inamovible, quizás el lastre espiritual definitivo. Entonces Cristóbal, además de perro, monstruo y hombre, fue héroe. Pero como nada es eterno, las tierras que habían estado por los siglos de los siglos apartadas de Dios pronto volverían a estarlo. Y los perros, a pasar hambre.

Bárbara Belloc, Canódromo, 2015

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Clavel

Clavel era blanco y castaño. Las puntas de sus patas eran castaño oscuro, los ojos vivos, el pelo enrulado. Lo conocí en Tandil, en una casa de campo donde fui en mi infancia a veranear con mis padres. Me esperaba moviendo la cola, en la puerta de mi cuarto, a la hora de la siesta. Después de cinco días de conocerme, me seguía por todas partes y me quería más que a sus amos. Sus modales eran extraños e incómodos; se abrazaba a mis piernas, o a mi espalda, arqueándose como un galgo, cuando yo estaba sentada en el suelo. La amistad que yo sentía por él no me permitía juzgarlo severamente. Que fuera mal educado, que me levantara la falda con el hocico, no lo disminuía en mi estima.

Un perro no puede conducirse como un hombre, yo pensaba. Hace cosas raras, cosas de perro. Esas cosas de perro me perturbaban. Esas cosas de perro parecían más bien de hombres. Me repugnaba a veces. Yo le daba azúcar, pero lo mismo era que no se la diera. La hija del casero tenía la misma edad que yo, la llamaban «La boba» y estaba confinada en el último cuarto del caserón, dedicada a remendar las medias de sus padres y hermanos, con un huevo verde de material plástico lleno de agujas, que me fascinaba. —Tan chiquita y remendando —decía mi madre—.

A ella también Clavel la quería; era natural porque hacía mucho tiempo que se conocían. ¡Pobre Clavel!, su vida de perro consistía en visitarla y en visitarme, por turno. Rara vez nos encontrábamos los tres juntos. Supongo que mis padres me llevaban a hacer excursiones en las horas que ella tenía libres para jugar y en las horas que yo estaba en la casa la mandarían a hacer compras. Me despedí con pena de Clavel; con menos pena de Bobita. Al poco tiempo supe, de un modo indirecto, que el casero había asesinado de un balazo a Clavel. Cuando pregunté por qué, obtuve diversas respuestas: Clavel estaba rabioso; el casero estaba loco; Clavel había mordido a la hija del casero. Conservo una fotografía de Clavel, pero no parece el mismo perro. Nadie lo enterró y algunas personas de la familia hablaron mal de él.

Silvina Ocampo, Los días de la noche, 1970

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El ladrido

Si no puedo escribir, voy a leer.
Si no puedo leer,
tal vez intente dormir
solamente eso
cerrar los ojos y dormir
la cabeza contra la almohada
las persianas bajas
las cortinas semi cerradas
y a lo lejos el ladrido de un perro
¿el ladrido de un perro?
aah
claro
este debe ser
el camino de regreso
me duermo
y sueño.

Patricio Foglia

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Es el río que vuelve

Así como el otoño se anuncia
en los colores
en las sombras del pino
en la ventana
y el flamear de hojas que mañana caerán
nuestro recuerdo del río vuelve
con otras luces
otras temporadas,
en las huellas que el perro deja
como marca
por las que volverá:
un pictograma de la mente.
Ensueño interrumpido
por un avión que pasa
rasga el cielo, desaparece por detrás
del ligustro que da a la nada.
Los distintos momentos
del azul y del naranja
en el atardecer
imprimen –en esa insistencia aguada–
melancólicas briznas
sobre frutos estallados en el césped:
danza entre velos de telarañas
fragancia desmayada del pinar.
Una desesperada manera de desear el regreso
como el otoño, agazapado
detrás de los duraznos y la higuera.

Juan Fernando García

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Miedo a los perros

Yo he dicho por eso alguna vez: el valor es cuestión de público. El hombre que en presencia de una dama hace acto de irresolución puede sacar patente de cobarde.
Yo tengo un miedo cerval a los perros, son mi pesadilla; por donde hay, no digo perros, un perro, yo no paso por el oro del mundo si voy solo, no lo puedo remediar, es un heroísmo superior a mí mismo. En Rojas, cuando era capitán, tenía la costumbre de cazar.
De tarde tomaba mi escopeta y me iba por los alrededores del pueblito.
En dirección del bañado, donde los patos abundan más, había un rancho.
Inevitablemente debía pasar por allí, si quería ahorrarme un rodeo por lo menos de tres cuartos de legua.
Pues bien. Venirme la idea de salir y asaltarme el recuerdo de un mastín que habitaba el susodicho rancho, era todo uno. Desde ese instante formaba la resolución valiente de medírmelas con él.
Salía de mi casa y llegaba al sitio crítico, haciendo cálculos estratégicos, meditando la maniobra más conveniente, la actitud más imponente, exactamente como si se tratara de una batalla en la que debiera batirme cuerpo a cuerpo.
En cuanto el can diabólico me divisaba, me conocía; estiraba la cola, se apoyaba en las cuatro patas dobladas, quedando en posición de asalto, contraía las quijadas y mostraba dos filas de blancos y agudos dientes.
Eso solo bastaba para que yo embolsase mi violín. Avergonzado de mí mismo, pero diciéndome interiormente: «El miedo es natural en el prudente», cambiaba de rumbo, rehuyendo el peligro.
Un día me amonesté antes de salir, me proclamé, me palpé a ver si temblaba.
Estaba entero, me sentí hombre de empresa y me dije: ‘Pasaré’. Salgo, marcho, avanzo y llego al Rubicón. ¡Miserable! Temblé, vacilé, luché, quise hacer tripas corazón, pero fue en vano. Mi adversario, no sólo me reconoció, sino que en la cara me conoció que tenía miedo de él. Maquinalmente bajé la escopeta que llevaba al hombro. Sea la sospecha de un tiro, sea lo que fuese, el perro tomó distancia y se plantó, como diciendo: descarga tu arma y después veremos.

Lucio V. Mansilla, Una excursión a los indios ranqueles, 1870

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Cabal

Hoy murió Cabal, mi amante más fiel o, en todo caso, el que mejor hacía de amante fiel. En realidad Cabal hacía de perro para varios dueños sin que coincidieran los horarios (algunos lo habían bautizado Yago). Era un poliamoroso astuto que anduvo por la zona del Abra Viejo y el Arroyo La perla, en el Delta bancándose los mosquitos y enemigos terribles como un tal Goliat; un Alaska Malamud progresista y libertario, gay friendly, si cabía, vegetariano (perdón por la ficción antropomórfica). No quiero despedirme de él que, como yo, era ateo, solamente mostrar la foto en que posamos de pareja feliz.

María Moreno

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Cuando se duerme…

«Cuando se duerme en mi regazo lo velo a él y a su respiración bien ritmada. E, inmóvil en mi regazo, formamos un solo todo orgánico, viva estatua muda. Es cuando soy luna y soy los vientos de la noche. A veces, de tanta vida mutua, nos molestamos.»

Clarice Lispector, fragmento de Un soplo de vida, 1970

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cinocéfalos contemplativos

Selección: R. Iannamico y J. Villa

Frente al castillo…

Frente al castillo
pero lejos
unos árboles tensos
como brujas
atrás otros
sauces llorones petrificados
más atrás el bosque
brumoso
mis pasos son un susurro
en el pasto húmedo
miro a mi perro
el Bandido
y no lo reconozco
es igualmente negro
pero otro animal
tengo que preguntarle
¿sos el Bandido?
es el Bandido
pero transformado
completamente.

Roberta Iannamico, de El collar de fideos, 2001

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Perro en la luna

Programado y libre de bacterias,
público y perplejo, el perro
en la luna vacila abandonado.
El ojo frío en el telescopio
estudia su comportamiento
bajo el crimen solar, sus posibles
agonías y respuestas al terror cósmico.
Pero una especie de dignidad
se instala en la desolación
y entonces salta blandamente
como en un campo soñador, buscando
la helada oscuridad del otro lado.
Aquí se cierra el párpado
sobre el error. La información
no puede completarse,
pero hay tierra y hay noche para todos
y cada uno duerme y sabe donde está.

Joaquín Giannuzzi, de Violín obligado, 1984

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Cuando conocía a los perros

A Lenka

Le sigo la mirada,
la posa sobre un mueble,
está siguiendo
algo pequeño,
ese bichito que desciende.
Claro, podría pensarse
que es condición canina
observar los insectos
e incluso
lanzarse sobre ellos.
Sin embargo, para un perro,
mirar una arañita que resbala
mueble abajo
es tanta distracción
como para un humano.
No hace nada,
y además
mira un insecto.
El perro está aburrido,
o está pensando,
y cuando tiene una idea
se olvida de la araña,
se levanta y se va,
concentrado o displicente,
hacia otra parte de la casa.

Pobres los perros,
repetíamos,
pobres
los perros.
Que se nos mueren antes,
se van en episodios
que ni ellos entienden.
Y dejan esa memoria
rara, que no termina de ser trágica
ni cómica,
recuerditos que salen
al patio
a enredarse con otros,
para bien o para mal,
guiados, confusos,
por nada más
que el instinto.
Y cómo nos miraron,
enormes, directo
a los ojos,
queriendo darnos un consuelo
para esas cosas
de humanos;
pidiendo consuelo y agua
para sus cosas
de perros.
Sara, Beto, Donko,
Chango, Pamela,
Tinka,
Perlita.
Lenki.

Laura Wittner, de La tomadora de café, 2005

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El cinocéfalo

Devoraste el ángulo de ciento ochenta grados que teníamos delante,
devoraste la seguridad de lo absoluto,
devoraste la ilusión de la identidad,
devoraste la posibilidad de afirmación,
devoraste el prestigio de lo real.
Y ahora, a mis pies, esperas el resto,
miras como pidiendo compasión,
como intuyendo
–hocico de perro, corazón de mono–
que no existe culpable.

Horacio Castillo, de Tuerto rey, 1982

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En mi jardín…

En mi jardín avanza un pájaro
sobre una rueda con rayos—
de música persistente
como un molino vagabundo—

jamás se demora
sobre la rosa madura—
prueba sin posarse
elogia al partir,

cuando probó todos los sabores—
su cabriolé mágico
va a remolinear en lontananzas—
entonces me acerco a mi perro,

y los dos nos preguntamos
si nuestra visión fue real—
o si habríamos soñado el jardín
y esas curiosidades—

¡pero él, por ser más lógico,
señala a mis torpes ojos—
las vibrantes flores!
¡Sutil respuesta!

Emily Dickinson, «Poema 500», Versión de Silvina Ocampo, 1980

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enreveradas en la vereda quedaron

las ramas que anoche el viento arrancó de los árboles
esta alfombra de hojas muertas
deja entrever
las baldosas que en sus grietas guardan
agua acumulada en las ranuras
me río un poco del movimiento del perro
que para quitarme lo que tengo en la mano
mueve su cuerpo salta
golpeando con la cola lo que lo rodea
ahhh!
el viento y el can arrastran el sonido de la destrucción.
vayan
busquen lo que sea que busquen
o hagan de cuenta
que aquella intensidad que los mantiene en movimiento
es un poco también
lo que los dejará tranquilos.

Diego Vdovichenko

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Palmo a palmo con Jolie

Un tanto sigilosos recreamos el horizonte:
la paloma tira una cana al aire
formando una hélice que pega ahí en el cielo.
Jolie se echa en el verde mientras espío
su fluir arrebatado.
Parece que ríe, en el fondo sabe cuánto la necesito,
pero desoye mis órdenes, y yo permanezco
en el asombro.
Pasaron diez años: “Algún día habrá la calma”,
“Algún día puede ser hoy”.
Por estas horas
Dios desenfunda un nuevo otoño sobre nuestra piel,
Jolie se hace la que no (entiende)

Leonardo Pez, inédito